Capítulo 2

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Al principio, Augustus les temía a los fantasmas.

Todas las noches, el terror brotaba como lágrimas, reprimiendo su respiración, asfixiándolo. Todo se retorcía en sus pesadillas, embellecido por horrores. Al principio no lo entendía, que su miedo las atraía como el azúcar a las hormigas. Se concentraron en sus pesadillas, en las ventanas, en los pasillos de la escuela. Adolescentes suicidas, padres fundadores. Todos se deslizaban por su carne como huesos, envolviéndolo en un tejido roto de realidad.

Como ahora.

Se expandían en sus pesadillas como un virus en el aire. Contagiaban cada célula. Lenguas de vapor blanco lamían cada esquina de su inconsciente, como la inmundicia que se arrastraba desapercibida por las paredes de los baños hasta que su hedor sofocaba una noche fría.

Eran garras, sin forma, pero aun así desgarrador.

Cada noche, los monstruos trepaban hasta alcanzar sus grietas. Se tejían a su capa nocturna, rajada por las estrellas, vomitando luz. Sus brazos, como pulpos, algas gruesas y oscuras, alrededor de su cuello. Agarrándolo como una cosa. Rompiéndolo. Despedazándolo. Piel carmesí muerta asfixiando su garganta. Tirando de su piel hasta que solo era huesos, como ellos.

Podía sentir la sangre brotar de sus adentros con la lentitud espesa de drenar al sol de todo su fuego. Podía oír su corazón latir tan cerca de su oído, como si estuviera al lado suyo y no dentro. Como si fuera ajeno.

Y luego, como si la oscuridad se fundiera en mil luciérnagas, aparecía. Como una luna dorada, de pie arriba. Ojos como cristal azul. Alas de libélula en un frasco.

Según ellos, los fantasmas eran los restos de personas que no podían descansar, ya sea por pena o felicidad. Algunos de ellos se quedaban entre los Vivos en busca de venganza. Otros porque querían ver el futuro que esperaba a sus descendientes. Eran el pasado que siempre estaría presente. El Camino, como lo llamaban.

El Camino era el molde de todos los seres Vivos y Muertos, la forma de todo. Era un ciclo no linear. La única forma de dar vida era dando algo a cambio. Los Muertos regresaban al suelo para que pudiera crecer nueva vida. La carne y la sangre eran las semillas de la humanidad de la misma manera que se plantaban las nueces para tener la sombra de un árbol. Y así, debido a que se les había quitado toda carne y sangre para nutrir el suelo, los fantasmas caminaban por la Tierra de los Vivos con lo que quedaba de ellos: una voz y un cuerpo de huesos.

Si pensaba en ello, sonaba como si los Vivos se alimentaran de los muertos.

Ahora tampoco apreciaba su compañía. Se acostumbró a ello, que es diferente. Con cadáveres susurrantes siguiendo su sombra día y noche, no tenía otras opciones. Sin embargo, le tomó años. Hasta los primeros años de la universidad.

—La Muerte y la Vida no son más que una ilusión, muchacho —dijo una vez un alma de cien años—. Nadie vive ni muere para siempre. Míranos, hablando entre nosotros, como iguales. ¿No es maravilloso?

Iguales. Si no fuera una calavera hablándole, habría pensado que se estaba refiriendo a la igualdad racial o el fin de toda opresión como algo real.

Pero no. Igualdad entre Vivos y Muertos.

—Somos solo materia y energía, existiendo en diferentes formas. Pero lo mismo.

Diferente, pero lo mismo. Otra contradicción.

Pero ni siquiera los fantasmas podían explicar lo que había sucedido. Cada detalle de sus recuerdos los confundía aún más. Un niño que murió ahora estaba vivo. Respirando y moviéndose, como si nada hubiera pasado. Excepto que podía ver, oír y hablar con fantasmas.

La incandescencia de Coraline BroussardWhere stories live. Discover now