Capítulo I

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―Romeo. Oh, Romeo, ¿dónde estás que no te veo, maldito desgraciado?

Mercucio estaba indignado. Estaría furioso si no aborreciera la furia. Había ido a buscar a su mejor amigo ni bien hubo bajado del carruaje donde su padrino lo mandó traer. Ni siquiera se había cambiado de ropa. Pero Romeo, el escurridizo Romeo, no se encontraba en la casa de los Montesco. Al menos no en ninguno de los salones.

Allí encontró a los padres de este, quienes lo recibieron con el cariño de siempre. La señora Montesco incluso besó sus mejillas. Solo en aquella sobria y elegante mansión, Mercucio podía disfrutar del gozo de ser recibido con cálidas y sinceras palabras.

Romeo no estaba en la casa, le dijo la Señora Montesco. Con suerte si estaría en el campo de olivos, el sector más alejado del jardín.

―¿Cómo osas a esforzar a mis delicados pies a buscar tu pálido culo? ―exclamó Mercucio cuando al fin lo encontró.

―Yo no hice nada para dificultar tu búsqueda. El problema es que tus pies y su dueño son demasiado perezosos ―bromeó Romeo.

―Me ofendes.

―No es cierto ―sonrió el señorito Montesco desde el suelo. La luz del atardecer convertía su cabello en ovillos de cobre y resaltaba el azul de sus ojos. El mismo color del escudo familiar.

―No, no lo es. Pero tú no deberías aprovecharte de mi cariño para hacer lo que se te plazca ―dijo Mercucio, recostándose por un tronco y enfrentando a Romeo.

A diferencia de su amigo, Mercucio tenía una mata de rizos negros y unos ojos tan oscuros como una noche invernal. Y, aunque era obvio que ambos habían crecido en la ausencia del otro, Mercucio estaba casi seguro de seguir siendo más alto y esbelto que Romeo, quien conservaba un aspecto aniñado. Por lo que su contraste era el mismo que había entre el día y la noche.

―Hablando de eso... ¿Qué se supone que haces aquí? ―exigió saber Mercucio, mirando a su alrededor―. No hay papel ni lápices ni tinta en tus manos, así que no estás haciendo arte. Tampoco creo que te hayas internado aquí en busca de inspiración, los olivos son muy sombríos para invocar a Apolo y la tarde es demasiado calurosa para atraer a las Musas nocturnas. Y ambos sabemos que no practicarías esgrima por propia voluntad. Me arriesgaría a decir que te estás escondiendo.

―Me conoces bien ―respondió Romeo con una sonrisa melancólica.

―¿Y de quién te escondes?

―De mi familia ―confesó al fin, desviando la mirada hacia la mansión―. Pero no me estoy escondiendo de ellos. Escondo mi amor de sus ojos atentos y preocupados.

―¡Ah! ¡Tu amor! Toda calamidad es invocada cuando se habla del amor entre suspiros ―exclamó Mercucio con ademanes dramáticos.

―¿Acaso tú no decías siempre que el amor es el motor de todo poeta? ―le recriminó su amigo.

―Pero yo no suspiro por amor ―dijo Mercucio y extendió sus brazos como si quisiera abarcar toda Verona―. ¡Yo grito por él!

―Eso es verdad. Amas demasiado tu propia voz ―respondió Romeo sin poder evitar lanzar una carcajada que ofendió a su amigo.

―¿Dónde se ha ido el dulce y tierno Romeo del que me despedí al partir? ―exclamó Mercucio, llevándose una mano al corazón con fingido dolor.

―Ha crecido.

―Eso lo veo. Está más alto y ancho, pero también más bruto ―lo señaló Mercucio con ademán, entrecerrando los ojos para examinarlo, antes de soltar un suspiro―. Sabía que no sería buena idea dejarte solo con Benvolio, ese truhan.

Mercucio amó a Teobaldoحيث تعيش القصص. اكتشف الآن