Capítulo XIX

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A esa noche que Mercucio y Teobaldo pasaron juntos, le siguieron otras más. Muchas. Al punto en que se había vuelto un mal hábito para ambos.

Poco antes de la medianoche, Mercucio solía recibir una misteriosa misiva anónima que requería su presencia y dejaba cualquier cosa que estuviera haciendo para tomar su capa y encaminarse por los callejones de Verona hasta aquel departamento del que Teobaldo se había apoderado.

Allí se entregaban el uno al otro. A su secreto. Mercucio colmaba aquel lugar con su voz y con su risa cada vez que Teobaldo lo regañaba por ser demasiado ruidoso. Mercucio quería decirle que no sería tan ruidoso si Teobaldo no fuera tan malditamente bueno en lo que hacía, pero en cambió respondió:

—El amor nunca debería ser silencioso —con una sonrisa, antes de ser acallado por los besos de Teobaldo.

Y a sus besos siempre le seguían sus caricias. Esas que enloquecían a Mercucio como nada lo había hecho antes. El joven Della Scala siempre se había considerado un Don Juan, un amante experimentado. Pero había algo en el tracto de Teobaldo, siempre dominante y devoto, que lo hacía sentir como un mozuelo ante su primera vez.

Mercucio siempre acababa tan ebrio de éxtasis, tan deshecho de placer, que apenas podía contener sus ganas de yacer en el lecho junto a Teobaldo como aquella vez que habían dormido juntos en la pequeña iglesia. Pero, rápidamente, se dio cuenta de que Teobaldo nunca dormía. Cuando recobraba su compostura se dedicaba a limpiar a un cansado y caprichoso Mercucio; y luego lo acompañaba hasta que este se quedaba dormido o se marchaba a su palacio. Era tan gentil que dolía.

—¿No deseas dormir con tu enemigo? —había bombeado Mercucio una noche.

Yacían juntos en la cama. Estaban acalorados y cubiertos de sudor, pero eso no le impidió a Mercucio recostarse cómodamente sobre el gran pecho de Teobaldo.

—Soy insomne —respondió, después de un momento—. No he sido capaz de dormir bien desde que era pequeño.

—¡Oh! La Reina Mab te ha abandonado, pobre criatura —escuchó decir a Mercucio con exagerada lastima.

—¿La Reina Mab?

—Es la partera de las hadas. Su cuerpo es tan menudo como piedra de ágata en el anillo de un regidor —comenzó a contarle su acompañante y Teobaldo sintió el tacto de los dedos de Mercucio en la punta de su nariz. Apenas la sombra de una caricia—. Sobre la nariz de los durmientes seres diminutos tiran de su carro, que es una cáscara vacía de avellana y está hecho por la ardilla carpintera.

—Sí que es pequeña —comentó Teobaldo, con una sonrisa curiosa.

—¡Lo es! Y con tal pompa recorre en la noche cerebros de amantes, y les hace soñar el amor—dijo y se colocó sobre Teobaldo para depositar un beso en su frente sudorosa, sacándole una ronca risa—; rodillas de cortesanos, y les hace soñar reverencias —agregó mientras tomaba su pierna desnuda y besaba su rodilla—; labios de damas, y les hace soñar besos, labios que suele ulcerar la colérica Mab, pues su aliento está mancillado por los dulces.

Mercucio le besó los labios con fervor y luego depositó un suave beso en su nariz.

—A veces galopa sobre la nariz de un cortesano y le hace soñar que huele alguna recompensa; y a veces acude con un rabo de cerdo por diezmo y cosquillea en la nariz al cura dormido, que entonces sueña con otra parroquia. A veces marcha sobre el cuello de un soldado y le hace soñar con degüellos de extranjeros, brechas, emboscadas, espadas españolas, tragos de a litro —siguió, y le besó el cuello antes de mordisquear su oreja y susurrarle—: Y entonces le tamborilea en el oído, lo que le asusta y despierta; y él, sobresaltado, entona oraciones y vuelve a dormirse. Esta es la misma Mab que de noche les trenza la crin a los caballos, y a las desgreñadas les emplasta mechones de pelo, que, desenredados, traen desgracias.

Mercucio amó a TeobaldoWhere stories live. Discover now