II - El día en el que te elegí

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Mi interés había surgido pocos meses después de que se mudara a mi edificio. Yo apenas había reparado en él. Lo había visto pasar por el pasillo, o habíamos coincidido en el ascensor, y había pensado: «Vaya, un tío bueno. Lástima de culo desaprovechado», pero ya está.

Algún viernes que otro le escuchaba cargar con alguna borracha, dirección a su apartamento; los domingos cogía el mismo autobús que yo, quedándose en el mercado central, y entre semana lo podía ver con su brillante coche, tan bien cuidado como viejo era el modelo, o metiendo latas de conserva en su cesta de la compra, en el supermercado de la esquina. En conjunto era un vecino aburrido que no podía traerme más sin cuidado.

Ni siquiera sabía cómo se llamaba, pero nos habíamos encontrado tantas veces de frente que entre nosotros había nacido esa característica costumbre entre desconocidos habituales de dirigirnos un movimiento de cabeza a modo de saludo. Y cuando digo que no me causaba el menor interés, lo digo con sinceridad.El día siguiente de haberme fijado en él, tuve que bajar al portal a leer su nombre en la etiqueta del buzón, el cual estaba a la derecha del mío.

El suceso que desencadenó mi curiosidad sucedió un día a principios de verano. Se me había notificado mi despido tres días antes, poniendo como excusa la crisis, y yo había decidido pasar de abogados y de tonterías, recoger mis cosas ese lunes y dedicar mi tiempo a algo más productivo: buscar empleo. Sin embargo por mucho que te decidas a ir con orgullo por la vida, resulta que las emociones son algo real, y te pillan cuando no estás con ganas para recibirlas.

Yo quería salir de ahí con una sonrisa satisfecha en el rostro, con cara de «ahí os quedáis, capullos», pero había sido empezar a meter mis cosas en el maletín, en las bolsas y las cajas que había podido reunir, y caer en la cuenta de cómo de patético era el que me hubieran dado la patada en el culo.

Aquello, el despacho que había compartido con mi equipo durante los tres años anteriores, parecía un campamento de refugiados, con las enormes bolsas azules del IKEA a un lado y otro, las cajas de zapatos con papeles y todas esas tonterías que había acumulado con el tiempo. Uno piensa que llevar un pisapapeles gracioso no es llenar la oficina de porquería, hasta que encuentra calendarios chulos, tazas de café de Juegos de Tronos, grapadoras en forma de vampiro sediento (regalo de una compañera) y otros objetos de los que no te quieres desprender.

Que te despidan de un trabajo en el que has dedicado tanto tiempo se siente exactamente igual que romper una relación.

Después de esconder mis pertenencias en el maletero de un amigo, que se ofreció a llevármelas cuando acabara su jornada laboral, sólo quería sentarme en mi sofá a escuchar música sensiblera y odiar profundamente a mi jefe. Ex jefe. La perspectiva de comida basura hipercalórica que pudiera causarme un ataque al corazón tampoco era despreciable. Podía aprovechar mi primer día de no hacer nada sentándome delante de la tele y alternar reposiciones de los mejores goles de la temporada con videos porno y algún viejo capítulo de Espartaco, especialmente si había folleteo de por medio. Nada te libra más de la desmoralizadora tarea de pensar que el visionado de deporte o de sexo.

Poco después de las doce del mediodía, entré en mi calle, arrastrando los pies y con la única caja que había decidido cargar por mí mismo. No tenía nada de valor, excepto mi taza, pero sentía que si no ocupaba mis manos terminaría usándola para abofetearme por haber sido tan estúpido todo ese tiempo. Tenía que haber aceptado la oferta del Grupo Santana cuando me lo ofrecieron, hacía ya año y medio. Ahora no era más que un imbécil sin empleo, demasiado joven para ser atractivo para una gran compañía y demasiado mayor como para entrar en la cadena de la explotación laboral, de nuevo, a nivel de becario. Nunca un gay deseó tanto haber alcanzado la treintena.

Quiero ser tu puta (gay/yaoi)Where stories live. Discover now