CAPÍTULO 1

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Me desperté con un gruñido.

Incapaz de abrir siquiera los ojos, estiré un brazo propinándole tal golpe al despertador que lo hice caer de mi mesita. Sin embargo, eso no hizo que el sonido cesara.

- Maldito despertador... - dije con una voz tan ronca que ni siquiera me reconocí yo misma.

Con un resoplido y con una lentitud digna de un caracol, me incorporé hasta quedar sentada en la cama sin poder despegar los párpados.

Odio madrugar, y por desgracia, tenía que hacerlo cinco días a la semana.

Me froté los ojos con las dos manos y parpadeé tantas veces que podría haber echado a volar con ellos.

Fruncí el ceño exageradamente, moviendo la cabeza hacia el ruido tan molesto que no dejaban de escuchar mis oídos hasta que ví el despertador en el suelo.

- Oh, es verdad... - rodé los ojos por haberme olvidado de él y extendí el brazo todo lo que pude para cogerlo, en un intento de seguir en la cama todo lo posible que pudiera.

Me revolví el pelo enmarañado y lleno de nudos mientras bostezaba, recibiendo de golpe el frío que antes me protegían las mantas. Me abracé con los brazos mientras escuchaba el sonido de la sartén cocinando algo, seguramente bacon.

Me relamí los labios pensando en el sabor y, como si me hubiesen dado algún tipo de poción energética, salté de la cama dispuesta a vestirme.

Abrí mi armario de color crema y me entretuve decidiendo qué me pondría ese día. Me rasque una pantorrilla con el pie contrario y suspiré: nunca sabía qué narices ponerme.

Al final, cogí una sudadera de color rojo ancha y unos simples vaqueros azules, arrojándolos sobre la cama.

Fui hacia los ventanales situados a los lados de mi cama y los abrí de par en par para que entrara algo de luz. Y digo "algo" porque en este sitio el sol era casi inexistente.

Me puse enfrente del espejo de cuerpo entero que tenía en la pared, revolviéndome la melena mientras se me escapaba otro bostezo. Me miré detalladamente, como casi todas las mañanas. Como si esperara que de alguna manera mágica, me despertara y encontraría a una chica totalmente diferente.

Sin embargo, ahí estaba la misma chica de siempre:

Pelo largo y enredado, muy enredado, de negro azabache; medio ondulado. Ojos castaños con unas pestañas demasiado largas para mi gusto, además de una pequeña peca situada en mi ojo derecho. Labios siempre rosados por algún extraño motivo que nunca entenderé, y la piel tan blanca que podría pasar por una escultura de mármol si pudiera.

Sólo que, obviamente, menos bella que una escultura de mármol.

Suspiré dándome por vencida y me puse a vestirme lo más rápido que pudiera para intentar no morir de hipotermia.

- ¿Por qué nunca pones la calefacción, mamá... ? - mascullé por lo bajo aún sabiendo que mi madre no podría escucharme desde aquí.

Bajé las escaleras con rapidez, sujetándome para no caerme y di un salto en el último escalón. No os creáis que me levanto tan animadamente por las mañanas, son trucos que una usa para poder entrar en calor en estas frías mañanas.

Fui hacia la cocina y me senté directamente en la mesa-isla que teníamos en el centro, donde me esperaban unos huevos fritos con bacon. Tenían tan buena pinta que me dieron ganas de sacar una foto al plato para enmarcarla y hacerle un monumento.

Sin esperar ni un segundo más, me lancé sobre el desayuno con ansias.

- "¡Buenos días, mamá! ¡Gracias, mamá! ¿Has dormido bien, mamá?" - dijo mi madre con una sonrisa, intentando imitar mi voz mientras seguía preparando el desayuno de mi padre.

Angel EyesWhere stories live. Discover now