04: Una velada con los muertos

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"Esperando un rugido, viendo el horizonte mutar

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"Esperando un rugido, viendo el horizonte mutar.

La ciudad es mi iglesia, me envuelve en crepúsculo chispeante." – M83

Frustrada arrojó un montón de prendas en su cama desordenada, de mantas multicolores y almohadones de plumas. Las perchas, las remeras y corpiños se desparramaban por todo el lecho mal arreglado, como si un vendaval impetuoso hubiese pasado por allí.

Su placar pequeño, de apenas un par de cajones y un perchero abarrotado era su único punto de apoyo para encontrar alguna prenda adecuada para la velada. Aún faltaba un día, pero era mejor dejar todo listo, incluso dejar armado un plan B de prendas... En un ataque de nervios, Andrea había extraído todas las ropas de los cajones, arrancado las camperas y pantalones de sus perchas. Pero nada le convencía y no tenía el dinero suficiente como para ir a comprar indumentaria nueva, tampoco era de esas mujeres compulsivas, ni de las que compraba atavíos cada dos por tres.

Tres horas antes, Inés la había llamado, preguntándole la confirmación de la salida; iban a salir en conjunto. Andrea se limitó a decirle que sí.

* * *

«No esta demás darme una vuelta por el cementerio. Necesito su aire, su soledad», aceptó dándole doble cerrojo a la puerta de su departamento. La idea de mirarse en el espejo por indefinidas horas, le aburría.

El invierno parecía haberse intensificado en los últimos días, los vientos se habían vuelto densos y helados. Todos los arboles temblaban de su desnudes visible, a falta de hojas que los abrigasen. La ciudad se vestía de gris, de vapor humano...

Pero en el cementerio Jefferson se había instalado el infierno. Aquel terreno mortuorio daba escalofríos, las lapidas parecían irradiar bostezos gélidos y los ángeles, quizá, agitaban en la oscuridad sus inminentes alas de mármol. Los cuervos se acurrucaban en los aleros de la florería o en los panteones abandonados. La gente que limpiaba el lugar o cuidaba de las flores, transitaban los pasillos ataviados de bufandas extensas y grandes sacos de lana.

Andrea ingresó al cementerio tiritando, se subió el pañuelo hasta la nariz y comenzó a descender las escalinatas que llevaban a la parte más vieja del Jefferson. En sus manos enguantadas cargaba un vaso térmico con té de limón.

En su cabeza se preguntaba demasiadas cosas; sus ojos iban de un lado a otro. ¿Estaría ella, una vez más, nerviosa de los sucesos que podrían llegar a suceder? «Este aroma a clavel recién cortado me produce nauseas, ganas de tirarme desde un cuarto piso con los brazos extendidos. ¿Por qué compraran esos capullos? Son tan, nefastos. Me pregunto, ¿cuando muera yo, mi tumba tendrá flores nuevas, o viejas? ¡Seguro qué Inés vendría todos los sábados y me depositaria saquitos de té!», sonrió al pensarlo y, para darse el gusto, le dio un trago a la infusión alimonada. « ¿Mariano iría a visitarme, como saluda a su mujer? Quizá quedo abandonada entre los muertos.

Dios, siempre que paso por ese ángel se me pone la piel de gallina. ¿El escultor habrá sentido lo mismo? Pero que cosas pienso. Si estoy nerviosa ahora, ni me imagino si un día me llego a casar, ahí se arma la grande. Encima yo, que detesto la organización y ese tipo de cosas... Podría dejarle todo a Inés, ella siempre tan fiel.»

Andrea daba vueltas entre los senderos, dándole leves tragos a su brebaje cítrico. Tan serena como paloma al viento, riéndose sola de sus propios pensamientos inconclusos. El frío continuaba calándole los huesos, pero a ella no le molestaba.

Decidió dar un par de idas y venidas más para luego regresar a su departamento.

Sus pies iban rápidos, si no llegaba a tiempo, cerrarían las puertas del cementerio, y por más que amara estar sobre sus garras, no le parecía una idea tentadora el quedarse allí dentro.

Le dio un último trago al té, que ya estaba tibio, y luego lo guardó en su cartera. El frío la envolvía lentamente, sentía como la piel se le erizaba despacio y la hacía estremecer. Continuó avanzando rápido, solo pensaba que en la próxima curva vería la verja de hierro, en la cual las gárgolas custodiaban el paso. Era como si ellas vigilaran la entrada y salida de los vivos, y también quizá, el de los muertos.

Por más que intentara avanzar más veloz, aun no veía la curva próxima, un temor comenzó a formarse en la cabeza de Andrea. Empezó a correr, como si se le fuera la vida en ello... Giró de golpe el recodo y casi se cae, al chocar contra una persona. Pudo oler ese aroma a viento fresco, a hojas secas. Alzó sus ojos y sonrió al reconocer ese rostro esculpido, como las estatuas romanas.

― ¿Qué haces acá? ―soltó ella alejándose de él, se acomodó el bolso en el hombro. Su mirada divagó en las rejas de más allá, en la salida, que pronto dejaría sus puertas cerradas.

―Vine a dar mi último paseo del día, el jardinero me dejó pasar... ―Mariano sonreía, sus ojos amarillos parecían brillar en la penumbra, que comenzaba a descender lentamente―. ¿Vos... otro paseo?

Andrea frunció el ceño. En sus oídos solo podía oír su voz ronca, la cual le deleitaba.

―Respirar aire, el encierro me agobia ―contestó ella mirándolo. Sus dedos se movían tensos dentro de los guantes, estaban fríos. Se sentía helada.

―Bien, entonces nos vemos mañana, ¿no? ¿A las seis?

―Sí, mañana a las seis, acordaste bien la dirección ―afirmó comenzando a mover sus pies―. Nos vemos ahí. ―Apoyó su mejilla en la de él y se despidieron. Ambos siguieron sus caminos correspondientes.

Cuando ella se giró para verlo, observó como Mariano avanzaba entre la penumbra con un ramillete de tulipanes. Su saco ondulaba debajo, y sus pies no producían ruido al caminar.

Instantes después, traspasaba a paso acelerado la salida del cementerio.


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El último aliento de las flores ©Where stories live. Discover now