III ¿Alguna vez habías visto a un hombre desnudo, Lyena?

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Me quedo quieta

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Me quedo quieta. Muda. Mirando al chico de aspecto angelical y ojos carmesí que me observa desde el interior de una tina repleta de agua caliente.

Trato, desesperadamente, de decidir qué es lo siguiente que debo de pronunciar, pero nada viene a mí. No puede estar hablando en serio. No puede esperar a que le llame como si fuese él el rey de Valaquia y, al mismo tiempo, tampoco quiero negarme a lo que acaba de pedirme.

Lo que menos deseo, es conseguir que quiera divertirse conmigo. Si deseo pasar desapercibida, debo darle lo que quiere, así que, pese a que me pican las ganas de decirle que no me referiré a él como si fuese un monarca, esbozo un gesto sumiso y asiento.

—Como usted lo desee, Su Majestad. —Le digo, con toda la soltura que puedo imprimir en la voz y algo extraño brilla en la mirada del vampiro.

Entonces, sin darle tiempo de decir nada más, salgo de la habitación lo más rápido que puedo.

El corazón me golpea con violencia contra las costillas, pero me las arreglo para enfocarme en la tarea de elegir algo que él pueda utilizar para vestir en la cena que Anton ha preparado para él.

No me toma mucho tiempo decantarme por unos bombachos negros con decoraciones doradas, una camisa blanca inmaculada y un conjunto de chaleco bordado con hilo de oro y chaqueta rojo oscuro con brocados dorados a juego.

Mientras coloco las prendas sobre la cama, no puedo evitar imaginarme al príncipe vistiendo lo que he elegido. Si decide utilizarlo, resaltarán sus ojos y el color de su cabello.

Las exclamaciones asombradas —seguidas de las risas nerviosas tanto de Daria como de Ruxandra— provenientes del cuarto de baño me sacan de mis cavilaciones y, antes de que pueda procesar lo que está ocurriendo, vuelco mi atención hacia la entrada a la estancia, solo para encontrarme de lleno con la imagen de Velkan, completamente desnudo, escurriendo agua de pies a cabeza en el umbral de la puerta.

El corazón me da un tropiezo furioso, las manos me tiemblan y siento cómo la cara y el cuerpo entero se me calientan debido a la vergüenza atronadora que me invade.

Quiero desviar la mirada, pero no puedo hacerlo. No puedo dejar de verlo. En primer lugar, porque jamás había visto a un hombre desnudo y, en segundo, porque luce como una de esas esculturas del salón principal.

Cada músculo cincelado está recubierto por una fina y tersa capa de piel tensada a la perfección. Cada ondulación en su abdomen está en armonía con la anchura de su espalda y lo estrecho de sus caderas. Es un espectáculo a la vista. Una criatura digna de admirar y yo estoy aquí, bajando la vista con lentitud hasta mirarle el...

—Me gusta el rojo. Combina con mis ojos —dice, con complacencia y, de inmediato, alzo la vista para mirarlo a la cara.

La sonrisa taimada y peligrosa que lleva en el rostro es tan arrebatadora como inquietante y sé, por sobre todas las cosas, que me ha visto analizarle a detalle. A él, sin embargo, no parece importarle en lo absoluto. Al contrario, parece estar divirtiéndose a lo grande. No me sorprendería que así fuera. Después de todo, no somos más que tres chicas pueblerinas, asombradas por la belleza de una criatura como él...

Sangre y niebla ©Where stories live. Discover now