capítulo uno

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  Cuando Storm abrió los ojos aquella mañana, el sol le golpeó en las pupilas como una aguja y, automáticamente, se cubrió con las sábanas hasta la cabeza. Se había olvidado de cerrar la persiana la pasada noche y el amanecer alumbró su cuarto, anaranjándolo, en una armonía que le habría llegado a gustar si no hubiese estado tan dormido. Todavía era muy pronto como para levantarse y, aunque no lo hubiese sido, tampoco habría cambiado demasiado. No tenía nada que hacer. Había dejado los estudios, suponía que temporalmente, pues no se le daban muy mal, porque no se veía preparado para empezar la universidad. Uf, la universidad. Aquella nueva etapa que debería haberla visto a la vuelta de la esquina en su futuro, pero no la veía, estaba demasiado lejos para él. Su futuro estaba completamente entre las sombras, igual que su presente y su pasado, no quería dar un paso en falso por si estaba cerca de un precipicio y se caía. No tenía ni idea de lo que quería hacer y lo que antes le gustaba había dejado de entusiasmarle casi por completo.

«Pero, Storm, empieza cualquier carrera. No importa», le había dicho su madre. «Y espero que no me pongas el dinero como una excusa».

No, claro que no. Storm tenía que inventarse excusas mucho más consistentes que esa. Su familia podía pagarle incluso cincuenta carreras si querían, tal vez más. El dinero no era un problema para la familia Solberg. Nunca lo había sido y nunca lo sería. Eran asquerosamente ricos. El joven a veces lo odiaba y se decía que habría sido más feliz siendo pobre, pero no lo creía de verdad. Habría sido un hipócrita si lo hubiese hecho.

«Tu forma de malgastar el tiempo me sorprende, hijo mío. No hagas tonterías, porque acabarás arrepintiéndote», le había dicho su padre.

Bjarne Solberg siempre había sido un maldito moralista de mucho cuidado, así que Storm no se tomaba muy en serio sus palabras y había comprendido que discutir y rebatirle sus opiniones ni merecía la pena ni servía de algo. Aunque eso no significaba que no le afectaran, pues le dolían en el estómago como patadas. Le tocaban tan fuerte que le removían la conciencia. Claro que sabía que estaba perdiendo el tiempo. Se lo repetía todos los días en su mente una y mil veces y, cuando se le olvidaba por un tiempo, siempre había una vocecilla revoloteando por allí que se lo volvía a recordar. Claro que sabía que se iba a arrepentir, porque ya lo estaba haciendo, pero esa aflicción venía desde hacía mucho tiempo atrás. No iba a cambiar o rectificar por unas palabras crueles de sus padres.

A veces le entraban ganas de gritarles y decirles que él ya sabía torturarse él mismo, que no hacía falta que gastaran fuerzas en hacerlo porque nunca nadie podría igualarle.

Así que no, Storm, a sus diecinueve años, no estudiaba ni trabajaba y seguía viviendo con sus padres en una casa tan grande como el vacío de su corazón. Tampoco tenía ganas de hacer mucho más si no le gustaba nada, si nada le ilusionaba, si todo pasaba por él con indiferencia como si viera las fotos de un viaje de un desconocido. Las cosas que amaba habían desaparecido como si estuviesen escondiéndose de él con miedo a que pudiese destruirlas. Pero se dijo que aquello tenía que cambiar. Y que tenía que hacerlo rápido.

Pensó en contarles a sus padres lo que le pasaba y ojalá hubiese tenido valor para hacerlo porque, al parecer, todos a su alrededor estaban bastante ciegos o ignoraban que tuviera problemas. Quería que le dijeran que fuese a un psicólogo, que no pasaba nada, que iba a estar bien. Pero Storm se calló, en parte por la vergüenza (porque no le habían enseñado que de las enfermedades mentales no hay que avergonzarse), en parte porque pensaba que podría sin ayuda si se lo proponía (se había olvidado de los muchos intentos fallidos de salir del pozo en el que estaba). Y, muy en el fondo, temía el rechazo de sus padres, así que se mordió la lengua y apretó los puños e intentó seguir adelante. Se sentía como si se estuviera autoexiliando, huyendo de una guerra que en realidad la cargaba sobre sus hombros, que siempre estaba con él.

La iluminación de su habitación fue aumentando y de fondo empezaba a escuchar las voces de sus padres y persianas abriéndose ruidosamente. Así que comprendió que ya era una hora razonable para levantarse. Pero Storm seguía sin ganas de hacerlo, porque sabía que al volver a abrir los ojos empezaría de nuevo una cuenta atrás. El principio del fin. El inicio de otro día perdido. Aunque decidió no pensar en eso ni en qué haría y qué dejaría de hacer, se (es)forzó a pensar que el sol entraba por la ventana para así dejar de comerse la cabeza. Recordó que de pequeño le gustaban los días soleados porque hacía un poco menos de frío, lo que significaba un poco más de rato para jugar en la calle. Ahora no le gustaban, pero los días nublados tampoco le hacían mucha gracia. Así que se imaginó que le seguían gustando los días soleados y que los rayos le dieran en la cara, que así podía pasar más tiempo fuera, a pesar de que llevaba una semana sin salir ni a la puerta de su casa y saliendo de su habitación solo para comer.

Se mentalizó para levantarse de una vez por todas.

«Vamos, Storm, ponte en pie».

«Hace un buen día».

«Vamos».

«Tú puedes».

«Qué pereza».

«Que vaaaaaaaaaaaaaa, que te levantes».

Y, al final, lo consiguió.

Tardó una hora. Una larga hora dando vueltas en la cama, buscando razones por las que sería útil ponerse en pie. Y después de haber creado un debate interno de pros y contras, acabaron ganando los pros. Consiguió que pesaran más, que importaran más a pesar de ser muchos menos. Se permitió el lujo de felicitarse un poquito a sí mismo.  

millennialsWhere stories live. Discover now