3

143 25 1
                                    

Era una bicicleta, pero se encontraba en un deplorable estado. El oxido había carcomido toda su estructura, las ruedas estaban desinfladas y posiblemente pinchadas. El sillín tenía varios agujeros dejando ver la espuma de su interior, como si algún animal lo hubiera mordisqueado intentando averiguar si era comestible o no. Pero todo lo demás parecía en perfecto estado.
La saqué como pude de entre los matorrales y la observé con detenimiento. Con unos cuantos arreglos quedaría como nueva.
Nunca había tenido una bicicleta, había sido el sueño de buena parte de mi infancia, pero jamás logré que mis padres me regalaran una. Se excusaban alegando el poco espacio del piso en que vivíamos, o de lo peligrosas que podían llegar a ser o de mil cosas más. Lo único cierto había sido que la bicicleta nunca llegó. Ahora que era el dueño legítimo de esa bicicleta, no podrían impedirme que me la quedara.
Aunque sabía que lo intentarían.
Regresé a la casa y fui directamente al taller de herramientas que había en el patio y que había visto de pasada al salir a explorar los alrededores.
Había herramientas de todo tipo, aparte de algunas que no había visto en mi vida y que imaginé que servirían para las tareas de jardinería.
Me concentré en buscar las herramientas necesarias para volver a dejar la bicicleta en buen estado.
El oxido no era problema, la bicicleta podría volverse a pintar y vi que en el taller había varios botes de pintura y brochas. El sillín no tenía arreglo, pero en el taller había cinta adhesiva y con unas cuantas vueltas, asunto arreglado. Lo difícil iban a ser las ruedas. Había una bomba para hinchar que podría serme útil, pero ¿cómo sellar los pinchazos? Para eso iba a necesitar ayuda. Necesitaba varios trozos de caucho y pegamento. Quizás en algún taller de la ciudad lo encontraría. Pero para ir hasta allí, tendría que pedirles permiso a mis padres y si ellos se negaban, adiós bicicleta.
Ya iba a darme por vencido cuando ocurrió uno de esos milagros inesperados que muy de vez en cuando ocurrían. En una de las paredes del taller, colgadas de unos clavos había dos ruedas de bicicleta intactas. Incluso estaban hinchadas.
Una sonrisa iluminó mi rostro y me puse manos a la obra. Cuanto antes terminara de arreglar la bicicleta, antes podría disfrutar montando en ella.
Aún había una pequeña pega y era que nunca había aprendido a montar en bicicleta, pero ese sería un nuevo reto que afrontar y sabía que al final lo conseguiría.
Mi madre me llamó a la hora de comer. Después de dos semanas mal comiendo lo primero que encontrábamos me alegré al ver la comida que había preparado mi madre. Asado de pollo con puré de patatas. Estaba delicioso y repetí dos veces.
Mi madre me miró asombrada y me dijo que comiera lo que quisiera, puesto que la despensa estaba llena de comida.
En ese momento no me llamó la atención, aunque al cabo de un rato si que decidí informarme. La despensa llena, los libros en la biblioteca, el taller bien surtido de herramientas. ¿A quién había pertenecido esta casa?
Mi padre me lo explicó todo. La casa anteriormente había pertenecido a un tal Francoise Petit, un empresario bastante conocido en Istres. El hombre había decidido escapar de Francia antes de que las cosas se pusiesen realmente feas, por lo que había decidido vender todas sus posesiones antes de marcharse. Yo por supuesto di por buena la explicación de mi padre, ¿por qué iba a ser de otra forma? Más adelante me enteré de que la explicación de mi padre no se parecía en nada a lo que había sucedido en realidad.
Lo que a mí más me importaba en aquel momento era saber si todas las cosas que el señor Petit había dejado allí eran nuestras.
—Todo lo que hay en esta casa es nuestro ahora —me confirmó mi padre.
Casi grité un ¡hurra! Al escucharlo, pero conseguí mantenerme impasible.
—Ahora no dirás que no tienes nada que leer —dijo mi padre que conocía mi afición por la lectura.
—He visto la biblioteca. Tiene que haber por lo menos quinientos libros —contesté yo.
—Dos mil trescientos cuarenta y uno —explicó él —, para ser exactos.
¡Casi dos mil cuatrocientos libros para leer! Aquello era más de lo que hubiera esperado.
—Pero no te quiero ver todo el día recluido en la biblioteca —me dijo —, tienes que salir por ahí, hacer amigos, divertirte. Sé que la guerra nos ha tenido muy preocupados últimamente, pero esto no es París. Esto es la Francia libre, Pedro.
Esa era mi oportunidad, era el momento adecuado para hablarles de mi bicicleta.
—He encontrado una bicicleta afuera, papá, está casi destrozada, pero me gustaría arreglarla y...
—¡Una bicicleta! ¿Y no tiene dueño?
—Es un desecho, está oxidada y tiene las ruedas pinchadas. ¿Podría quedármela? Así iría a los recados más rápido y como tu dices, podría hacer amigos y...
Había utilizado la estrategia de hablar rápido para no dejar hablar, pero no sabía si daría resultado.
—Me parece una buena idea —contestó mi padre —.  ¿Verdad Ivette?
Ivette era mi madre, parisina de nacimiento y con un fuerte carácter. Ella en resumidas cuentas sería la que dijera la última palabra.
—Siempre que no vayas como un loco por ahí...
Aquello era un sí.
—Entonces, estamos de acuerdo —sentenció mi padre —.  Si necesitas ayuda con las reparaciones, puedes contar conmigo...Hay una cosa que todavía no entiendo, Pedro, ¿quién te ha enseñado a montar en bicicleta?
—Nadie. Todavía no sé.

 Todavía no sé

¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.


Tal vez el último verano (Terminada)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora