Capitulo 5

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Abduláh, el encargado del mantenimiento y limpieza de la mezquita de Adda'Wa, del barrio de Curial, en el distrito XIX de París, fue trepando con esfuerzo los peldaños de las escaleras que daban a la boca de Metro de Stalingrad en medio de la estampida de jóvenes que ascendían a su lado, provocando que tuviese que agarrarse fuerte al pasamanos para no ser derribado. Hacía ya muchos años que el divino tesoro de la juventud no era sino un triste recuerdo para él y sonrió con maldad, sabiendo que las prisas de esos jóvenes no les llevarían a ninguna parte. Cuando no le faltaba más que un escalón para alcanzar el final se paró para recuperar el resuello y oyó el movimiento de trenes en la cercana estación de clasificación al noreste de la Gare Du Nord. Después giró a la izquierda para recorrer la Rue Gastón Rebuffat, enfilar la de Tánger y detenerse, unos metros antes de llegar a la Place du Maroc, a la entrada de la mezquita. Se deslizó con la parsimonia de su edad —el hombre aparentaba ya haber cumplido los setenta y cinco años— hasta el buzón del correo y lo abrió con la llavecilla que siempre llevaba colgada de las faltriqueras de su pantalón bombacho. En el interior del buzón se mezclaban diversos folletos publicitarios, una carta del banco y un sobre en el que se leía escrito en grandes caracteres árabes: En el nombre de Alá Todopoderoso. Con el mismo paso quedo, arrastrando las babuchas, se dirigió hacia la entrada del gabinete de Saad Ait Berri, el imán del centro religioso, para depositar encima de su escuálida mesa de despacho, no era sino una vieja mesa de cocina de formica que alguien había desechado en una mudanza, toda la correspondencia. Después, se dirigió con la misma parsimonia a cumplir con sus primeras obligaciones matinales de mantenimiento y limpieza de la mezquita.

A las doce del mediodía, Saad Ait Berri se sentó detrás de la mesa de formica y observó el montón de folletos y las dos cartas, la del banco y la otra, sin remite, con el enunciado En el nombre de Alá Todopoderoso que le había dejado el anciano Abduláh. Quizá fuese de algún creyente del barrio pidiendo ayuda. No sería la primera vez. Las cuentas de la mezquita no terminaban de cuadrar incluso aunque las entradas de dinero procedente de Arabia Saudí llegaban con regularidad a mediados de mes. Tendría que hablar con Didi Benbrahim para que aumentasen la asignación. Abrió primero la carta del banco y observó que sus cálculos no andaban errados; las cuentas rozaban los números rojos. Después, abrió el sobre con el piadoso enunciado. La hoja venía doblada con mucho mimo en cuatro y cuando terminó de leer el contenido a Saad Ait Berri se le heló la sangre:

En el Nombre de Dios Clemente Misericordioso

A ti te sacrifico mi vida, Muhammad,

En ambos mundos tú eres mi remedio, Muhammad,

Antes de verte, el amor me llenó de anhelo,

Lo sentí incluso entonces, mi Señor Muhammad,

Tu visión grabada para siempre en mi corazón,

No contemplo más que tu belleza, Muhammad,

Cuerpo y alma consumen este fuego del amor,

Prescribe la cura Oh Sabio Doctor, Muhammad,

Si por ti estoy todo destrozado en pedazos,

Que mi vida sea tu rescate, Oh Muhammad,

Estoy sediento de la unión del amor, cómo suspiro,

Si tan sólo oyeras mi clamor, Muhammad,

Pase lo que pase, si llegara a tu presencia,

Allí a tus pies me quedaría para siempre, Muhammad.

Un enemigo del islam, un periodista de Al Ándalus llegará el próximo lunes a París para hacernos daño. Estad pendientes de sus pasos traidores. Se alojará en el hotel Marriot de los Campos Elíseos y se registrará con el nombre de Mario Candil. Este infiel viene a París para investigar la muerte de la perra negra que recibió el merecido castigo que Alá y el profeta habían ordenado para ella y que habían puesto en tu santa boca, oh, bien hallado Saad Ait Berri.

Quedas informado.

No hay dios sino Alá. Muhammad es el Mensajero de Dios.

Con la carta anónima aún en la mano temblorosa, Saad Ait Berri marcó un número de teléfono.

Didi Benbrahim llegó media hora más tarde, siempre fiel a sus obligaciones, y entró en el despacho de Ait Berri con su prestancia de hombre elegante vestido de traje de chaqueta blanco, camisa de color chocolate y corbata también blanca. Las gafas de sol terminaban de conferirle ese aspecto terrible de los guardaespaldas que los poderosos del reino tienen en Marruecos o el de los empresarios bendecidos por aquella monarquía.

—Están metiendo las narices en la muerte de esa perra, seis meses después —le dijo Saad Ait Berri a Benbrahim.

—¿De dónde has sacado esa idea? —preguntó Benbrahim con disimulo, ya que él había sido el autor de aquella nota.

—La información ha llegado de forma anónima al correo ordinario de la mezquita. Aquí la tienes —dijo ofreciéndole el papel—. Tengo miedo.

—Ningún periodista nos va a poner nerviosos. Quién te haya dejado este anónimo ha observado la voluntad de Alá. Así que no tengas miedo —respondió Benbrahim arrojando con desprecio la nota sobre la mesa de formica tras aparentar que la había leído—. Lo que tenemos que hacer es poner remedio. En el nombre de Alá Clemente Misericordioso, te ordeno que encargues al bien amado Hassan Beliman que se convierta en la sombra del periodista. Alá le iluminará con lo que debe hacer. Tú debes informarme a mí de todos sus progresos, ya sea de día o de noche, ¿entendido? —apremió cuando observó que Ait Berri se encontraba algo disperso.

—Entendido —respondió Ait Berri saliendo a su pesar de la preocupación que oprimía sus pensamientos.

Cuando Didi Benbrahim salió del despacho de Ait Berri oyó al viejo Abduláh musitar sus rezos. Observó la paz que transmitía. Benbrahim no compartía esa paz. Tampoco su fe. Didi Benbrahim no tenía fe. Nadie se la había exigido. El coronel Didi Benbrahim era un agente de la DGED (Direction Générale des Études et de la Documentation) dependiente de la DGSN (Direction Générale de la Sûreté Nationale) del Reino Alauí, el espionaje marroquí, y, por supuesto, del Majzén, la élite del poder. Y no creía en nada salvo en servir a su patria.

Al salir de la mezquita musitó un grueso insulto contra Jean-Jacques Cadoux, un viejo funcionario de La piscina, la DGSE, el servicio de espionaje francés, por su imbécil idea de llamar a un periodista extranjero para que investigase la muerte de Katoucha, haciendo saltar todas las alarmas. Menos mal que Marcel Bordeneuve, su jefe de Operaciones, le había puesto freno. Jean-Jacques Cadoux era problema del Servicio Exterior de Francia. Pero, por uno de esos motivos que no tienen explicación lógica dentro del mundo de la inteligencia, La piscina había decidido perdonarles la vida a él y a la zorra de Yunis Cabdile, lo que convertía el problema francés en el problema de Marruecos.

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KatouchaWhere stories live. Discover now