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La bruma que se había levantado a primera hora de la mañana comenzaba a invadir cada resquicio de la playa, trayendo consigo el frío invernal. El brillo del amanecer se vislumbraba de forma tenue, débil, como si algo lo previniese para quedarse escondido durante toda la estación. Pero la falta de claridad que acompañaba al alba no evitó que aquel individuo de buena talla, firme, conservador de esa vigorosa pose de soldado aprendida en la Academia y pulcramente uniformado, situado en mitad de aquel arenal, se percatara del rumor que se prolongaba hacia el interior desde el mar. La ardua espera, sumada al gélido viento que soplaba de poniente, convenció al joven para que se envolviera con su capa de color añil, en la que se representaba una cruz blanca de lados redondeados. A pesar de las bajas temperaturas, el individuo no se movió ni un ápice; los paladines estaban preparados para soportar climas similares o incluso más extremos. El cabello, de un amarillo ceniciento, bailaba al compás de la brisa marina, ocultando sus rasgos por momentos. A los pies descansaba parte del equipo habitual: la lanza larga, recia, de asta de roble y sólida moharra forjada; la borgoñota típica de aquella facción, con su penacho azul celeste incrustado en lo alto; y la adarga de los lanceros, caracterizado por la estrella soleada grabada en el centro, otro de los emblemas de los paladines, circundado en sus extremos por hojas de laurel. En la parte delantera de su cinturón y de forma oblicua, reposaba el cuchillo largo de empuñadura de hueso.

Como ya había sospechado, un pequeño bote a remos hizo su aparición a escasos metros de él. Distinguió con dificultad cuatro borrones en su interior, y pudo ratificarlo cuando la embarcación de madera varó en la orilla. El barquero, un cincuentón de pelo canoso, introdujo los remos en el interior, saltó al agua con una agilidad asombrosa para su edad y empujó el bote hacia la arena lo máximo que pudo. De entre sus tres acompañantes, fue el más bajito quien primero puso el pie en tierra firme. El joven de la playa lo barrió con la mirada. Vestía sobrevesta verde con la cruz blanca en el pecho encima de la cota de malla, y calzones del mismo color junto a unas altas botas negras de piel de tejón algo desgastadas, además de las vastas pieles que protegían sus hombros; el emblema con forma de sol lo delataba como capitán. No se lo podía creer, y por eso alzó de nuevo su mirada, para observar mejor sus rasgos. De anchas espaldas y duro carácter, Martin Davies era conocido en todos los mares que abastecían las bahías de las ciudades más importantes del mundo. Conocido como el Sol Rojo, capitaneaba la flota de los paladines desde su buque insignia, su más preciado tesoro: el Bello Despertar, un dromón de más de ciento cincuenta remos. Sebastien, que era como se llamaba el hombre solitario, se enfundó la borgoñota, pasó el brazo por las enarmas del escudo y asió enhiesto la lanza, colocándola paralela a él.

Tras sacudirse la ropa y colocar la espada correctamente, Martin enfiló su andadura hacia él, con los otros dos individuos como su sombra. Musculosos y de buena talla, siguieron cada uno de los pasos de su señor hasta que este se detuvo frente al joven. Los rostros eran fieros bajo el almete, y sus cotas de escamas se veían en mal estado, faltando alguna de las piezas. Sendas mazas reposaban en su cinturón, y una correa de cuero hacía firme la ballesta a sus espaldas.

Antes incluso de que llegara hasta él, Sebastien ya se había arrodillado, con la cabeza gacha.

-Mi señor.

-Déjate de formalidades -espetó el capitán-. Levántate. Me haces pasar vergüenza.

El muchacho se levantó de inmediato. Vio tan cerca al recién llegado que se asustó. Su melena de un negro tizón recogida en una coleta, le hacía parecer más un pirata que un gran hombre de su orden. Sus ojos, de un verde esmeralda, refulgían en aquel turbio amanecer. Fue en ese momento cuando pudo constatar la veracidad de la que varios testigos hablaban: su mirada aterraba.

"¿Puedo saber con quién hablo?

-Sebastien Thurk, mi señor, Cadete de Lanzas de los Ruiseñores, bajo el mando de Travis Berneke, Maestro de Lanzas, en el campamento de Ras-du Naith.

Ciudad en llamasWhere stories live. Discover now