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Meses antes...


Santorini, 20 de agosto de 2023

El verano va de mal en peor. Las primeras semanas las dediqué a prepararme para el examen de acceso a la universidad, el cual suspendí. Y los siguientes días fueron para lamentar el resultado, mientras mis padres daban con la forma de tapar mi fracaso escolar. Como siempre, lo lograron a base de billetes. Unas cuantas donaciones a la institución educativa seleccionada y pronto me garantizaron el acceso. Fue una excelente oportunidad que, contra todo pronóstico, rechacé.

Quedaría bien decir que lo hice por principios, aunque sobre todo lo hice por mí, por egoísmo, porque fui consciente de que no quiero entrar en la carrera de Administración y Dirección de Empresas para terminar en alguna de las millonarias empresas de mi familia. Por tanto, en un arrebato me negué, para ser libre, lo que paradójicamente me ha llevado a pasar las vacaciones de verano bajo el yugo de mis padres.

Ahora soy la hija inútil y sin futuro que deben enderezar. ¿Cómo? No lo saben y no han tenido tiempo de pagar a ningún especialista en materia de hijas rebeldes. Es evidente. Ningún profesional les recomendaría lo que hacen: llevarme con ellos a todos y cada uno de sus idílicos destinos vacacionales.

Es por ello por lo que, a finales de agosto, me encuentro prisionera en un hotel de lujo en Santorini. Con nosotros también están sus principales socios, los Fernández, un matrimonio de adinerados muy difíciles de soportar. De todas las escapadas que hemos hecho esta es, sin lugar a dudas, la más acertada como castigo. Por la pedante compañía.

En especial detesto a Ester, una mujer de unos sesenta y cinco años de edad que en este preciso instante no deja de darme toquecitos en el brazo, tortura que me merezco por apuntarme al plan de piscina de mi madre y ella.

—Dime, Ester. —Me quito los auriculares y los tiro en la hamaca—. ¿Qué quieres?

Ella ladea la cabeza en una mueca que trata de ser simpática, pero que queda muy lejos del objetivo.

—Se me han olvidado las gafas de sol en la habitación. Tú que eres joven y ágil, ¿podrías traerlas?

Busco con urgencia una excusa, cuando mi madre interviene:

—Venga, Nora. Haz el favor.

Con una media sonrisa impostada, agarro la tarjeta blanca que Ester saca de su bolso y me levanto.

—Iré a por ellas.

—Gracias, Norita.

Intenta ser cariñosa pero suena como el jodido amigo de Doraemon.

—No es nada.

Les doy la espalda y maldigo camino al hotel, el edificio blanco asentado en la cumbre de un acantilado; en lo alto de un paisaje marcado por fachadas encaladas y senderos empedrados.

Llego al interior, las puertas correderas se cierran a mis espaldas y dejo atrás la brisa del mar Egeo, para ser envuelta por la fragancia personalizada del elegante recibidor. Un aroma cítrico y a su vez contundente. Es algo así como oler billeteras embadurnadas en jugo de limón.

Subo en ascensor hasta nuestra planta y uso la tarjeta para acceder a la habitación de Ester y su marido —Alfredo—, el mejor amigo y mayor socio de mi padre. El dormitorio es inmenso y luminoso, gracias al espectacular ventanal con vistas a la famosa caldera de Santorini. Y sobre la decoración, los colores que predominan son el blanco y azul, hay varios adornos artesanales haciendo referencia a las tradiciones de la isla, y los espejos bajos vuelven la estancia aún más amplia. Demasiado amplia.

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⏰ Última actualización: Mar 20 ⏰

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Las trece caracolas de DylanDonde viven las historias. Descúbrelo ahora