Prólogo

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Bermeo, 12 de noviembre de 2023

La habitación está vacía. La abandono, avanzo por el pasillo y con cada paso se libera un crujido. El suelo está repleto de restos de caracolas, las caracolas de Dylan. Hay pedazos por todas partes y esto tan solo es un adelanto de lo que veo al llegar al final del corredor.

Junto al pequeño sofá hay una silla con las patas de madera rotas, llenas de astillas. La mesa del rincón del comedor ha sido volcada, y la foto que había sobre ella ha llegado hasta la otra punta del salón, donde ahora permanezco inmóvil.

Me agacho hacia la imagen, el cristal quebrado me dificulta apreciarla, pero aun así atisbo los rostros sonrientes de una familia que no tardo en identificar. La fotografía debió tomarse poco antes del fallecimiento de la madre, la misma que en aquel instante abrazaba por la espalda a su hijo. Un joven cuyos ojos azules intimidan incluso sobre el papel.

—Dylan... —Alzo la cabeza y lo llamo—: ¿¡¿Dylan?!?

Nada, no hay rastro de él.

Temiéndome lo peor corro al servicio, aparentemente desierto, aunque la cortina de la bañera está echada y cabe la aterradora posibilidad de que, al otro lado, lo encuentre.

Agarro la tela, respiro hondo y tiro de ella.

No está.

Suelto el aire retenido en mis pulmones y antes de salir del apartamento, igual de asustada pero aún con cierta esperanza, escucho a Sara desde el interior de mi casa:

—¡Nora, ven! Joder, ¡rápido!

El corazón me da otro vuelco y cruzo el pequeño rellano para acudir a ella. Entonces la realidad supera los peores pensamientos, cuando me acerco a mi salón y piso un charco de sangre.

—Dios...

En el centro yace un cuerpo. No se trata de Dylan, lo que tampoco me consuela demasiado. Ahogo un grito y los ojos me escuecen hasta brotarme las primeras lágrimas. Me tiemblan las piernas y caigo contra la pared. La situación empeora por momentos, sobre todo cuando una serie de pisadas avanzan en nuestra dirección. Alguien se une a la velada del muerto. Y esta vez sí, es él.

Dylan escruta la escena desde el umbral, con una expresión de terror y pose de alerta, marcada por la sutil separación de las piernas y la fuerza con la que aprieta los puños. Tiene los nudillos enrojecidos, las venas inflamadas y varios cortes color carmesí.

—Tú... —lo juzgo.

Él me devuelve la mirada, tan profunda como el horizonte marino, mientras yo pretendo descifrar si el chico que le dio sentido a mis días, el que me rescató de la deriva, es también un asesino.


Las trece caracolas de DylanDonde viven las historias. Descúbrelo ahora