Si soy un héroe de la guerra, él también lo es

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ALEC TOMÓ LAS ESQUINAS DE LAS ENREDADAS CALLES DE ROMA demasiado rápido. Iba a extrañar el Maserati. Ya extrañaba a Magnus.

Seguía pensando en cómo se había visto Magnus cuando salió del baño, con la piel cálida por la ducha, una toalla envuelta alrededor de sus estrechas caderas, músculos fuertes y un estómago plano que brillaba con gotas de agua. Su cabello oscuro apenas estaba seco, la luz del sol caía sobre él, dorada y suave. Alec a menudo prefería a Magnus de esta manera, el cabello sedoso libre de gel o picos. No era que no le gustaran las ropas de Magnus, pero Magnus las usaba como una armadura, una capa de protección entre él y un mundo que no siempre se encontraba con los brazos abiertos como él.

No podía pensar en nada más que hubiera sucedido en esa habitación. Ya había girado el auto para regresar al hotel tres veces. La última vez, se giró en un carril estrecho y raspó un lado del Maserati.

Deseaba que Magnus hubiera podido acompañarlo al Instituto. Alec se sorprendió al encontrarse inquieto e incómodo sin Magnus a su lado. Habían estado juntos todo el tiempo desde que se fueron de Nueva York, y Alec se había acostumbrado a eso. No estaba preocupado por otro ataque demoníaco, o al menos no tan preocupado. Sabía que la habitación del hotel estaba protegida con la magia de Magnus y él había prometido quedarse en la habitación del hotel.

Era extraño. Echaba de menos Nueva York; extrañaba a Jace e Isabelle,a su mamá y papá, e incluso a Clary. Pero extrañaba más a Magnus sobretodas las cosas, y solo había estado separado de Magnus durante treinta minutos.

Se preguntó qué pensaría Magnus, cuando llegaran a casa, si Alec se mudaba con él.

Como todos los institutos, el Instituto de Roma era accesible solo para los nefilim; al igual que muchos de ellos, este estaba oculto con un glamour para aparecer como una antigua iglesia abandonada. Debido a que Roma era una de las ciudades más densamente pobladas de Europa, había un extra de magia en capas de glamour para que el Instituto no solo se viera en malas condiciones, sino que la mayoría de los mundanos no lo notaran, y lo olvidaran unos segundos después, si es que lo veían.

Era una lástima, porque el Instituto de Roma era uno de los más bellos del mundo. Se parecía a muchas de las otras basílicas de la ciudad, con techos abovedados, arcos altos y columnas de mármol, pero como si se vieran en uno de esos espejos graciosos que alargaban el reflejo. El Instituto tenía una base estrecha entre dos edificios pequeños. Una vez que pasaba a sus vecinos, florecía y se desplegaba en varias cúpulas y torres, como un candelabro o un árbol. El perfil resultante era claramente romano y agradablemente orgánico.

Alec encontró un lugar de estacionamiento cerca, pero sintió la fuerte tentación de quedarse en el auto y leer los Pergaminos Rojos de la Magia un poco más. Ya había notado algunas diferencias entre la copia que habían encontrado en Venecia y las páginas que Isabelle había enviado. En su lugar, se dirigió a la puerta del Instituto. Mirando hacia arriba al imponente edificio, temía a todos los extraños que se encontraban en su interior, a pesar de que eran compañeros cazadores de sombras. Quería su parabatai. Habría dado mucho a cambio cara familiar.

—¡Oye, Alec! —dijo una voz detrás de él—. ¡Alec Lightwood!

Alec se volvió y escudriñó la línea de tiendas al otro lado de la calle. Encontró un rostro familiar en una pequeña mesa redonda frente a un café.

—¡Aline! —gritó sorprendido al reconocerla—. ¿Qué estás haciendo aquí?

Aline Penhallow lo miraba por encima de su taza de café. Su cabello negro revoloteaba en la línea de la mandíbula, llevaba sus gafas de sol tipo aviador y estaba radiante. Se veía mucho mejor que la última vez que Alec la había visto. Él y su familia se habían alojado en la mansión de los Penhallow, la noche en que las protecciones cayeron en Alicante. La noche en que Max había muerto.

Amor diferente (Malec) - CompletaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora