I. Estrellas

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Siento que pasó una eternidad desde que levanté la cabeza hacia el cielo para perderme gustosamente entre las estrellas. Son tan hermosas, como todo lo trágico en este mundo. No hay nada más solitario en el universo que un astro, aislado, apartado del resto por miles y tal vez millones de años luz. Orbitan en un espacio vacío y oscuro que iluminan incluso después de muertas; algunas no son más que cadáveres... Y es que así me siento ahora mismo.

No, no estoy diciendo que me sienta muerta, pero qué soy sino un cadáver que todavía resplandece al servicio o para el placer de otros. Insisto, no es que esté muerta ni que quiera estarlo, sólo ostento a hundirme de a ratos en mi melancolía y a recordar, con una entremezcla de indiferencia y tristeza, que soy alguien que intenta valer algo, que deambula buscando un propósito inexistente. Esto es una realidad que vive todo el mundo, o una buena parte, tanto humanos como vampiros.

No obstante, los primeros no lo sobrellevan de la misma manera que los segundos. Es decir, si bien ambos grupos están destinados a vagar por rumbos indefinidos, los humanos tienen la ventaja o la desgracia de saber que se dirigen a un único destino, que es la muerte. Los vampiros recorremos tanto los caminos de la humanidad como de la eternidad, pero nuestro destino es incierto. Obviamente, somos capaces de morir, pero para nosotros la muerte es un accidente fatal o una lamentable elección, nunca es "destino". Todo lo que tenemos por delante es la eternidad, y quién mierda sabe lo que es la eternidad.

―¿Te pegó el bajón? ―me pregunta Rebeca, sonriéndose soberbia por conocerme quizás mejor que nadie.

Por fin soy capaz de desviar mi vista de las estrellas. Agradezco que Rebeca, con toda su belleza desnuda y su firme carácter, me sirva como cable a tierra.

―¿Querés que hablemos de algo? ―Se muestra algo más comprensiva, pero al inclinarse hacia mí, expone su exquisito cuello y arrima sus pechos a una distancia imprudente.

―No ―esbozo una sonrisa felina, cazadora, y enseguida la sujeto por la cintura para acercarla aún más.

Su boca es deliciosa, y cada vez que su cuerpo se roza con mi piel nos saltan chispas, y todo a nuestro alrededor se incendia.

Ustedes dos juntas son un peligro ―dijo Mikael en una ocasión.

Ah, pero a vos el peligro te encanta ―le respondí, porque era cierto.

Hubo una ocasión en que Rebeca y yo terminamos agotándolo en la cama, y eso que ella todavía no superaba un siglo de haberse convertido.

Si estoy con vos, no me van a faltar fuerzas, me van a sobrar ―dijo aquella vez, mientras nos reíamos de verlo a Mikael jadeando.

Literalmente, juntas éramos un fuego que consumía todo a nuestro alrededor, incluyendo a un vampiro milenario.

Echo a Rebeca a un costado, sobre el pasto, y le voy besando el cuello, los hombros, los lugares más sensibles de la clavícula, aprieto sus senos con mis manos y le chupo los pezones hasta dejarlos duros y ardientes. Su cuerpo tiene un sabor indescriptible, supongamos poéticamente que sabe a pasión, y a tierra, pero eso es lo más esperable considerando que hace horas estamos revolcándonos en el suelo.

Tanto pensar en las estrellas me apartó de la belleza que hay a mi alrededor. No sólo se trata de que esté Rebeca, despampanante, sino que este lugar es precioso: una cabaña, donde guardamos a nuestros compañeros, frente a una laguna, en medio del bosque y rodeada de montañas. Es exactamente el tipo de ambiente donde una puede fugarse de la rutina y de sí misma. Y sí, también del Internet. Acá no hay forma de que pueda meterme a las redes o buscar en las noticias qué es de la vida de Ian.

Mierda, otra vez estoy pensando en él, en la noche que nos conocimos y vimos juntos las estrellas. Con razón ahora me ponen tan melancólica.


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