Capítulo 3: Wilcor

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Entre las intermitencias de la radio se podía oír como un agente reportaba lo que estaba pasando en su propio barrio, Adrián no lo podía creer y sus amigos tampoco.

Rápidamente se miraron entre ellos y sin mediar palabras se comunicaron con las miradas todo lo que querían decir y no les salía. La perplejidad reinaba en esa cafetería y nadie podía comprender por dónde deberían empezar a dialogar.

El silencio se rompió cuando uno de los policías, el morocho, se puso de pie y dió un golpe sobre la mesa diciendo "La puta madre, ya estaba cómodo acá" para luego inmediatamente marcharse a paso apurado hasta el Fiat Siena que estaba estacionado a media cuadra de la estación.

Los policías se fueron y ahora tocaba que alguno de los presentes opine sobre lo que había sucedido. Obviamente el primero en abrir la boca fue Julián:

- ¿Chicos escucharon eso? Es acá en nuestro barrio.

- Sí, que raro, esperemos a ver las noticias -exclamó Antonella-.

Martina no pronunció palabra y Adrián se quedó mudo también, solo tomaba su café mientras escuchaba el diálogo entre Julián y Antonella y los rumores que ya empezaban a correr entre los empleados del lugar.

- Es Sabrina -se oía-.

- No, creo que no, me parece que es Micaela, la chica de acá a dos cuadras -respondían-.

- Chicos basta -dijo Martina al fin- Vayamos cada uno a nuestras casas y preguntemos a nuestros padres si saben algo sobre esto.

- Sí, va a ser lo mejor, basta de teorías raras que aunque no las digan ya los conozco y sé que las piensan -concluyó Adrián-.

Así fue como cada uno terminó su pedido en silencio y se dirigieron hacia sus respectivas bicicletas.

Ya estando cada uno en su casa empezó la investigación. Martina le preguntó a sus papás y no supieron nada sobre el asunto.

Antonella, por su parte, hizo lo mismo. Adriana, su madre, le contestó que sí, que estaban viendo las noticias y pudieron ver que una chica dequince años de la calle O' Higgins desapareció sin dejar rastro y que solo habían encontrado una mochila rosa tirada en una esquina a una cuadra de su casa. Esta mochila con detalles en color amarillo parecía ser de una nena de unos siete a diez años pero nadie podía descartar la única pista que hasta el momento podía acercarlos a encontrar a Sabrina, a Micaela o a quien fuera que haya desaparecido.

En cuanto Julián llegó a su casa se puso a ver las noticias pero no encontró nada que hable sobre esta en la que estaban tan interesados. Se le ocurrió que podrían comprar el diario del día siguiente y tener toda la información posible al alcance de sus manos.

Adrián no quiso saber más nada sobre el asunto. Llegó a su casa y, como de costumbre, su madre no estaba. Ya hacía, pensaba, como dos días que no la veía. Su vida era un poco triste, estaba rodeado de su guitarra y su perro cachorro pero nada más que eso. Su padre se había ido cuando él tenía apenas cinco años y no tenía muchos recuerdos buenos con él. Sólo tenía malos, de esos sobre los que no quería acordarse nunca.

El padre de Adrián tenía un pasado oscuro y un presente incierto. De hecho, sobre su presente solo se puede decir que no se sabía nada de él desde hace ya varios años. Igual para él mejor, no quería saber nada de su progenitor, estaba mejor así. O eso decía.

No podía entender la tristeza que lo acechaba día a día, lata tras lata. El alcohol era el único medio que le parecía viable para canalizar tanto dolor y aún así, ya en su momento de más borrachera, se sentía muy mal. Nunca entendió como siempre le pareció buena idea tomar para apagar penas que luego arderían con mucha más potencia gracias al ignífugo alcohol que había consumido. Su mente estaba destrozada y sus ganas de llorar siempre al tope.

Trataba de ver qué era lo que podría salvar su vida pero ni un amor, ni un deporte, ni una pasión lo encendían. Estaba apagado como un alma en pena que busca descansar por siempre en algún rincón oscuro alejado de todos.

Adrián había intentado suicidarse con una sobredosis de antipsicóticos, la dosis recetada para él era una que excedió en un ochocientos por ciento pero por mala suerte ese día no logró su cometido. Lo internaron en un sanatorio hasta estabilizarlo y volvió a salir a su vida de mierda otra vez.

Sus amigos no aparecieron, su gran amor entre esos, tampoco. Antonella no sabía lo que había ocurrido, nadie supo hasta momentos después de sucedido el incidente. No quiso contar a nadie, ya suficiente era el dolor que cargaba como para estar soportando que gente lo vea llorando o con ganas de llorar.

Momentos atrás a su internación también había tenido otros ataques de ansiedad. Uno muy memorable es aquel en donde, en un robo en un recital, se quedó sin celular y tuvo que salir corriendo dejando a sus amigos en el lugar y sin saber lo que pasaba para ir a tomar un taxi y cruzar la ciudad llorando para luego llegar a su casa y agarrar a golpes una pared con sus puños. Esto le costó varios huesos rotos y meses de un yeso insoportable.

Adrián estaba muy medicado con antidepresivos, antipsicóticos y ansiolíticos, si, pero muchas veces notaba que igualmente tenía muchas ganas de llorar. Y es que estaba tan desbordado que ya sentía que ninguna pastilla lo iba a calmar.

Cruzar el umbral del malestar era utópico para él, algo que ya ni siquiera sabía si seguía siendo posible.

Quería entender si había algo más por lo que luchar y sonreír o si las cosas iban a seguir igual de monocromáticas que siempre. Necesitaba alguna respuesta y no llegaba, estaba aturdido. Voces en su cabeza le decían que no podía más y que se rinda, que ya no había lugar en este mundo para personas como él.

La casa de la calle AlippiWhere stories live. Discover now