Capítulo 1: Problema paternal

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Las trémulas figuras de la noche se podían apreciar cada vez más, sus cuerpos fantasmagóricos emergían lentamente desde las profundidades del agua hacia la superficie. Primero, se vislumbraban cabelleras opacas, seguidas de rostros cadavéricos y, por último, sus cuerpos.

Avanzaban hacia nosotros despacio, flotando apenas por encima del suelo. Venían de todas las direcciones: del interior del hotel, de entre los árboles y desde…

Desde la tierra.

Una mano mugrienta y ennegrecida brotó del fango y me atrapó los tobillos, haciéndome caer al suelo mojado. Grité, justo antes de que una horda de cadáveres se abalanzara sobre mí.

Parecía estar viviendo “La Noche de los Muertos Vivientes”.

Tumbada boca arriba, observé una multitud de rostros espectrales que se acercaban hacia mí. Hombres con ropajes andrajosos y sucios, mujeres con cabellos abundantes que ocultaban sus rostros, figuras con pieles grisáceas y agrietadas, como si hubieran pasado años bajo tierra.

Cierto, estaban muertos.

Comencé a forcejear, en vano. Mis patadas atravesaban sus cuerpos.

—¡Ania! —vociferaron mis amigos.

Los escuché viniendo hacia mí. Sus pasos resonaron en los charcos que había dejado la lluvia mientras era inmovilizada por incorpóreas fuerzas.

Cuando traté de darme la vuelta para levantarme, algo atrapó mis piernas. Lo que fuera, comenzó a arrastrarme a través de la grava. Chillé de pánico. Clavé las uñas en la tierra, dejando marcas sobre la misma, al tiempo que mi ropa se ensuciaba.

Los chicos corrían hacia mí entre la tormenta. Entretanto, sentí cómo mi cara se rasguñaba contra las piedras. En el proceso, tragué espeso lodo. Mi cuerpo golpeó varias veces contra los desniveles del suelo, después contra los escalones del porche, hasta que finalmente fui llevada a rastras al interior del hotel. La puerta se cerró tras de mí, dejándolo todo entre penumbras.

Todo se quedó en silencio mientras yacía en la alfombra, respirando de forma alterada.

No podía ver nada, hasta que una vela destelló al fondo de la sala, bañando todo en un resplandor amarillento. Golpes insistentes resonaron en la puerta principal. No estaba segura de si eran los chicos, o los fantasmas de afuera.

Jadeé antes de comenzar a gatear por el suelo, aturdida. De repente, un objeto pesado me golpeó la cabeza, como una… Era una lámpara de araña, la cual se desprendió del techo con un estruendoso estallido de cristales. Había fragmentos cortantes incrustados por todo mi cuerpo, lanzando destellos como diamantes. La sangre corrió en forma de hilillos sobre mi cara, igual que lágrimas escarlatas. Gimoteé.

¡Malditos fantasmas!

¿Qué les había hecho yo?

Ah, sí, quemar su casa.

¡Pero ellos comenzaron!

De una patada, la puerta de entrada se abrió, revelando la gran silueta de Damien. Lucía aterrador, esquivo y amenazante con su cabello revuelto y sus labios apretados. Entró armado, sosteníendo un cuchillo de plata en cada mano, seguido por Miranda y Colin. Las sombras se cernieron sobre ellos, como una bruma que los atrapaba. Al tratar de limpiar mi cara, lo único que conseguí fue manchar mis manos y ropa de sangre, la cual se mezcló con la tierra húmeda, polvo y astillas que me cubrían.

Alguien atrapó mi muñeca, tirando de mí.

Era Miranda, que se había escabullido de entre la multitud de figuras voladoras para ayudarme. Me entregó un cuchillo y un crucifijo.

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—No sé si servirá de algo, pero sé que no te gusta quedarte sentada haciendo nada —dijo mientras cerraba mi puño alrededor de ambos objetos.

Cuando me puse de pie, me tambaleé. El dolor me hizo marear. Mi rostro y cabeza ardían, como si un millar de agujas los estuvieran atravesando. Una vez más, estaba a punto de caer al suelo.

Colin me atrapó.

Damien se encontraba atrapado entre una muchedumbre de espíritus. Cada vez que hundía sus armas sobre sus traslúcidos cuerpos, desaparecían. Sin embargo, eran demasiados, y parecían reaparecer luego de algún tiempo.

—Esto no está funcionando, ¿alguien tiene una idea? —se quejó. Su rostro estaba rojo de furia, cansancio y frustración.

Aunque la puerta estaba entreabierta, sabíamos a la perfección que era una pésima idea tratar de salir. Había más de ellos fuera, en todas partes. Y el hotel se hallaba lo suficientemente apartado de la civilización como para que una masacre pasara desapercibida.

Miranda comenzó a susurrar algo. Estaba rezando.

—Linda, ¡cállate! —rezongó Cole.

—¡No, espera, funciona! —exclamó Damien, casi sorprendido.

Miranda era profundamente católica, a diferencia del resto de nosotros. Sabíamos acerca de los crucifijos y amuletos religiosos porque lo habíamos visto en películas de exorcismos. No obstante, ni mi hermano ni yo habíamos recibido una educación completa o apropiada de alguna religión. Mamá solía decir “todo existe” cada vez que le expresaba mis dudas sobre algún ser mítico o figura religiosa.

Sí, pero también decía lo mismo de Santa Claus. Por eso siempre me había negado a creer en algo.

Todo en el mundo era ciencia, todo tenía una explicación. La gente normal no solía creer en nada además de lo que podían ver, sentir y escuchar. Nada aparte de su propia fe. No obstante, en mi caso particular los fantasmas habían llegado a mi vida desde mi nacimiento. Ni siquiera lo consideraba algo anormal. Mis padres y mi hermano trataban con ello como si se tratase del color del cielo o la inmensidad del mar. Comencé a darme cuenta de que era extraña cuando descubrí que las personas, en el mundo real, fuera de mi casa, no conocían a los espectros tan personalmente.

Ahora, de pronto, había más cosas sobrenaturales en las que se podía creer, desafiando mis concepciones. No eran solamente fantasmas, sino también Vanthes, Leives, vampiros, ¿ángeles quizás? ¿Demonios? ¿El Sr. Claus?

Miranda elevó su voz en una nueva plegaria.

Todo volvió a ser silencioso. El leve sonido de la brisa levantando las hojas secas de mediados de otoño y el susurro apenas perceptible de nuestras respiraciones se convertían en un clamor ensordecedor entre tanta quietud.

Incluso Miranda se impresionó de que sus oraciones estuvieran funcionando.

Apreté entonces el crucifijo en mi mano.

No me harían daño, le temían a ese artefacto, ¿no?

Con la ayuda de Colin, me incorporé lentamente. Mi hermano sopló mi rostro para remover los cristales adheridos superficialmente a la piel. Luego empezó a retirar los trozos más grandes cuidadosamente.

Damien se quitó la chaqueta y, con ella, me limpió la sangre. La prenda estaba impregnada de su maravilloso olor.

—Cada vez más estoy empezando a pensar que deberíamos contratar a Richard como miembro permanente del grupo —comentó, también desenterrando algunos cristales de mi piel.

Siseé de dolor, mareada.

—O conseguir un kit de primeros auxilios y aprender a usarlo —sugerí.

Una malévola carcajada sarcástica hizo eco entre las paredes.

Los huesos de CharlotteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora