Capítulo uno.

214 6 1
                                    

Querida Elisa, dudo que se acuerde de mi, de mi cabellera, de mis ojos negros como el carbón, dudo que recuerde mi rostro, cada pliegue que tengo al sonreír, dudo que me recuerde tan bien como me acuerdo yo de usted. Ronda el 1940 y llevo un año sin verla, para ser exactos 354 días. Dudo que recuerde como la miraba dos mesas más atrás, donde os tomabais vuestro café de las nueve, con dos panecillos tostados y un poco de mermelada. No le culpo, no debo ser un hombre que reluzca entre la multitud, qué sea de admirar y que asombre al pasar por vuestro lado. Pero entre tanta gente, siempre os buscaba con la mirada, a veces usted se sentaba en la barra, sería porque tendría prisa. Mi cobardía me impedía acercarme, e invitarla a un café, como muchos más hombres hacían. No me extraña, siendo sincero, vuestra melena rubia que descendía por vuestra espalda era digna de admirar, y cualquier hombre del local, hubiese querido sentarse en aquel taburete que ocupabais con vuestro sencillo bolso, dejando el pañuelo al otro lado de la mesa, dejando a la vista vuestro cuello blanco como la nieve, y mostrándome esos ojos color miel. Pensaréis que soy un lunático, pero la conozco desde hace casi seis años, observaba cada movimiento que hacíais en el local, cual no sé si seguirá estando. Será extraño que escriba esto, en un triste papel, dispuesto a poder enviárselo. Pero lo que siento por usted, es grandioso.

-¿Queréis parad de escribir gilipolleces?-golpeó mi casco.-Dejad de escribir cartas.

Fue la orden del hijo del General, guardé la pluma con la cual escribía su carta. Asentí al muchacho, que no superaría mi edad, pero no se dio por satisfecho.

-¡Sí, señor!-grité alzando mi mano a la cabeza. Satisfactorio, se le escapó una sonrisa. Sería de las pocas que he podido ver a lo largo de este año. Yo, era el primero que su rostro era serio, y que la curva de la sonrisa nunca se alzaba.

¿Quién era? ¿Qué hacía aquí? Rodeado de hombres con las mismas prendas que vestía, de un color marrón y verde. Para poder camuflarnos, para no ser percibidos.

-¿Es para vuestra amada?-los ojos de otra persona me miraron.

Me quedé en silencio. Tan absoluto que podía oír la respiración de ese soldado.

-La carta, me refiero..-bajó la cabeza.

-No, no lo es.-contesté.

-Discúlpeme.-suspiré. Rubio, alto y fuerte. Aquel muchacho si era un hombre de admirar, que solo con su mirada podría conquistar a cualquier mujer. No como yo, que ni dejando rosas en el portal de su casa, me atrevía a articular alguna palabra.

-No es nada.-respondí, y cogí mi casco.

-Me llamo Derek.-sonrío, alzando la mano.

-Madison.-solté.

Le devolví el gesto, pero no sonreí. No tenía motivos para hacerlo.

-¿Es un diario?-se arrimó a mi sitio, deslizándose por la rígida madera.

-No,-negué ofendido sin razón alguna. Segundos después me disculpé, pretendía ser amable y yo parecía antipático.-No.-volví a negar.-Es..-dudé en decírselo, ¿debía? ¿Le conocía de algo, en realidad?-Es para una mujer.-sonrío a mi respuesta, y yo extrañé a mi reacción de decírselo.

-¿Tiene sellos?-me preguntó. Se metió una miga de pan en la boca, y yo observaba mi comida con cierto pudor. Tosí, aclarándome la voz.

Negué con la cabeza. Mi miraba hablaba por mi con aquel hombre.

-¿Y usted?-le pregunté.

Miré de reojo a mis alrededores, dudando de lo que miraba, desconfiando de que esto fuera la triste realidad.

Mil cartas para ElisaWhere stories live. Discover now