Capítulo dos.

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  —¿Has visto mi chapa?—miré hacia el suelo. La chapa que nos identificaba, aunque de poco servía, para todos eramos carne fresca dispuesta a luchar.

  — Hmm. Sí, aquí esta.— La agarré de la correa, y antes de dársela, la miré.— Meyer. Dereck Meyer.— le entregué la chapa. Era un hombre corpulento. Barbilla marcada y ojos grandes.

—¿Y tú eras?— me miró y se sentó a mi lado.— No recuerdo si te presentaste. Hay tantos hombres aquí, que apenas recuerdo sus nombres... además, en la situación que estamos no quiero hacer amigos.— me miró y se rió.

— Es decir, que si me disparan y estamos en medio de la nada, me dejarías tirado, ¿verdad?— dije con cierto sarcasmo. Le entendía, yo tampoco era de muchos amigos, debido a mi timidez. Yo mismo me estaba asombrando a lo hablador que parecía.—Me llamo Madison.

  Sonrió. Será capullo.

—¿No es un nombre de mujer?— miré al suelo. Estaba en lo cierto. Me avergonzaba de mi propio nombre.

—Más o menos. Se puede usar para ambos sexos... pero, mi madre quería tener una niña y ya había pensado en el nombre. No se le ocurrió cambiarlo. Madison Kast. Puedes llamarme Kast.

  —De acuerdo, así lo haré.

Miré por la ventana. Nunca me habían llamado Kast. Adam, que el más antiguo de mis amigos, se acostumbró a llamarme Madison, y ya se le pasó la broma de reírse de mi nombre. Su primera novia se llamó como yo, y eso si que supuso un verdadero cachondeo.

— Es la hora de descansar.— se levantó y me ofreció la mano.—Quizá no nos salvemos en la batalla, pero podemos jugar a algo.— sonrió. Apreté su mano y me impulsé para levantarme.  

—¿Te gusta jugar al póquer?— le pregunté. Asintió nada más decírselo.

Nos sentamos unas mesas más al fondo del comedor, donde algunos de los soldados se dedicaban a reírse. Me parecía absurdo. Aunque era una forma de evadirse.

El primer país fue invadido fue Polonia. En los meses siguientes Alemania invadió Dinamarca, Noruega, Bélgica y Holanda. En junio cayó París, la capital de Francia. Siempre me había hecho ilusión visitar París, llevar a Elisa y poder tomar juntos esta vez un café en una cafetería parisina.

Oí chapurrear a dos hombres a nuestras espaldas, mientras Dereck reclutaba gente para jugar al póquer. Le dije que me encargaría de buscar las cartas, pero me quedé embobado escuchando aquella ajena conversación.

  —¿Has oído al general antes?—dijo uno de los hombres. Su rostro estaba desfigurado, seguramente pertenecería a las primeras líneas de guerra, y habría tenido la suerte de seguir vivo.

  —Sí, comentó nuestro siguiente paso. Piensan bombardear Londres, ¿verdad?—su tono de voz se elevó, parecía entusiasmado por la idea, aunque yo no compartía sus ganas.

  —¡Calla gilipollas!—golpeó su nuca.  —No lo digas tan alto, nosotros ni si quiera deberíamos saberlo y vas tú y lo gritas.  —se alejó de su compañero, chapurreando un alemán muy cerrado.

A nadie le gusta la guerra. O eso pensaba yo al principio de esto. Nunca había sido un joven agresivo, siempre consideré las palabras mi mejor arma. Yo veía una lucha perdida.

No me consideré partidista de Adolf en ningún momento. Pero eso no importó cuando nos fueron a reclutar. Que fue seguidamente después de la voz de alarma aquella noche de septiembre.

  —¿Qué demonios es eso?—Linda dejó de bailar. Miré a Adam. Estaba ocurriendo lo que un día comentamos tontamente, ingenuos de que se hiciese realidad.

Para situaros, hace tres años, en 1933, Adolf Hitler llegó al poder en Alemania y poco después empezó a violar el Tratado de Versalles de 1919. Reactivó su industria militar y reorganizó sus fuerzas armadas. En 1938 se anexó Austria e invadió Checoslovaquia. Mientras tanto Italia invadió Etiopía y conquistó Albania. 

Berta agarró a German.—Chicos, ¿qué esta pasando?—Adam miró por la ventana, y al final me miró a mi.

Rápidamente apagamos las luces, y la música. Creímos que no estábamos en peligro, pero Adam no compartía nuestra raza aria y le hacía estar inquieto.

—Debo irme.— Adam dejó su copa.  Y se dirigió al ropero, para coger su abrigo y sombrero. Es, o era, un hombre elegante. Adam venía de una familia de clase media. Su padre era sastre y su negocio hasta ese día iba sobre ruedas.

  —Adam, no puedes irte.— gritó Linda. Seguidamente todos le mandamos la callar. La calle durante unos minutos estaba en silencio, y solo se oía el ruido de las sirenas. Me dirigí a una pequeña ventana, y corrí unos milímetros la cortina. La calle estaba alumbrada por la luz de las farolas con ayuda de la gran Luna que nos acompañaba esta tarde.

—Yo me voy contigo.— Miré a Adam y recogí mis cosas. Aunque la mente de Adam se hubiera despejado debido al aviso, seguía siendo un joven ebrio de un metro setenta y cuatro con varias copas de alcohol en la sangre.

—¿Nosotras que hacemos?—mientras buscaba mi cartera, pude oír cómo Berta y Linda hablaban preocupadas. Ellas no tenían por qué asustarse, no irían a la guerra, y ambas compartían la raza que se consideraba superior frente al resto.
Germán se mostraba indiferente. Se dirigió hacia ellas y les dijo algo que no pude oír.

Por un momento, dejé de pensar. Había saltado la voz de alarma y yo estaba preocupándome por mí mismo, en vez de por la mujer que amaba. ¿Qué haría? Sabía dónde vivía. Os preguntaréis como lo averigüé, pero eso pertenece a otra historia que ya será contada. Ahora sería imposible cruzar medio Berlín, de este a oeste, que es donde se encontraba la cafetería, y unas manzanas más abajo, su pequeña casa.

Dejé de pensar. No porque no quisiera recordar cada detalle de ella, sino porque me interrumpió Linda arrojándome un objeto que debía proceder de los muchos trastos que encontrábamos por el sótano.
—¡Madison! ¡Dónde esta Adam!—gritó, mejor dicho, me gritó. Miré hacia los lados, la puerta estaba abierta. Fui corriendo a las escaleras, no fue necesario encender la luz, las farolas de las calles alumbraban cada peldaño. Adam se había marchado.
Volví corriendo a la sala.—Se ha ido.—cogí mis últimas pertenencias y pretendía ir en su búsqueda, pero los brazos de Berta me pararon.

—No hace falta ser ingeniero para darse cuenta.—rechistó, ya os imaginaréis quién, era inconfundible el cabreo de Linda.

—Por una vez deja de ser tan desagradecida, y pensemos dónde puede estar.—nos miró. Ambos nos quedamos sorprendidos. Germán no era un joven de muchas palabras, pero cuando hablaba podía cortar el tiempo en dos partes. Podíamos apreciar la tensión que se generó en la habitación.

Sin más dilaciones, salí corriendo de allí. En las calles se respiraba el miedo, la gente miraba por las ventanas, otros, bajaban las persianas y cerraban con llave sus viviendas. El silencio de la calle era tan sepulcral, que lo pude escuchar.

Salí corriendo. Adam huyó de su propia casa, y no se me ocurría ningún sitio en donde se escondería.

Algo estaba oyendo. No podía identificar bien lo que era.

—Kast, ¿estás ahí?—no sabía de dónde venían esas palabras, hasta que le miré.—Yo creo que no estás acostumbrado a ese nombre, aún Madison.—mierda, lo había hecho otra vez. No podía dejar de evadirme en mis pensamientos.—Espero que no te quedes absorto en la batalla, que entonces me quedaré sin el único amigo que tengo.—sonrió. Podría tener cualquier amigo, bueno, más buen compañero. En ese tiempo me había quedado atónito y no había buscado las cartas, todos mis pensamientos empezaron con la conversación ajena que escuché... El próximo paso sería bombardear Londres, y yo aún, no había visto a Elisa.

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⏰ Last updated: Dec 28, 2016 ⏰

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Mil cartas para ElisaWhere stories live. Discover now