Capitulo 6

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A continuación las esclavas bailaron primorosas danzas, al son de una música incomparable, y entonces la sirena, alzando los hermosos y blanquísimos brazos e incorporándose sobre las puntas de los pies, se puso a bailar con un arte y una belleza
jamás vistos; cada movimiento destacaba más su hermosura, y sus ojos hablaban al corazón más elocuentemente que el canto de las esclavas.
Todos quedaron maravillados, especialmente el príncipe, que la llamó su pequeña expósita; y ella siguió bailando, a pesar de que cada vez que su pie tocaba el suelo creía pisar un agudísimo cuchillo. Dijo el príncipe que quería tenerla siempre a su lado, y la autorizó a dormir delante de la puerta de su habitación, sobre almohadones de terciopelo.
Mandó que le hicieran un traje de amazona para que pudiese acompañarlo a caballo. Y así cabalgaron por los fragantes bosques, cuyas verdes ramas acariciaban sus hombros,
mientras los pajarillos cantaban entre las tiernas hojas. Subió con el príncipe a las montañas más altas, y, aunque sus delicados pies sangraban y los demás lo veían, ella seguía a su señor sonriendo, hasta que pudieron contemplar las nubes a sus pies,
semejantes a una bandada de aves camino de tierras extrañas.
En palacio, cuando, por la noche, todo el mundo dormía, ella salía a la escalera de mármol a bañarse los pies en el agua de mar, para aliviar su dolor; entonces pensaba en los suyos, a los que había dejado en las profundidades del océano.
Una noche se presentaron sus hermanas, cogidas del brazo, cantando tristemente, mecidas por las olas. Ella les hizo señas y, reconociéndola, las sirenas se le acercaron y le contaron la pena que les había causado su desaparición. Desde entonces la visitaron todas las noches, y una vez vio a lo lejos incluso a su anciana abuela -que llevaba
muchos años sin subir a la superficie- y al rey del mar, con la corona en la cabeza.
Ambos le tendieron los brazos, pero sin atreverse a acercarse a tierra como las hermanas.
Cada día aumentaba el afecto que por ella sentía el príncipe, quien la quería como se puede querer a una niña buena y cariñosa; pero nunca le había pasado por la mente la idea de hacerla reina; y, sin embargo, necesitaba llegar a ser su esposa, pues de otro modo no recibiría un alma inmortal, y la misma mañana de la boda del príncipe se convertiría en espuma del mar.
- ¿No me amas por encima de todos los demás? -parecían decir los ojos de la pequeña sirena, cuando él la cogía en sus brazos y le besaba la hermosa frente.
- Sí, te quiero más que a todos -respondía él-, porque eres la que tiene mejor corazón, la más adicta a mí, y porque te pareces a una muchacha a quien vi una vez, pero que jamás volveré a ver. Navegaba yo en un barco que naufragó, y las olas me arrojaron a la orilla cerca de un santuario, en el que varias doncellas cuidaban del culto. La más joven me encontró y me salvó la vida, yo la vi solamente dos veces; era la única a quien yo podría amar en este mundo, pero tú te le pareces, tú casi destierras su imagen de mi alma; ella está consagrada al templo, y por eso mi buena suerte te ha enviado a ti. Jamás nos separaremos.
«¡Ay, no sabe que le salvé la vida -pensó la sirena-. Lo llevé sobre el mar hasta el bosque donde se levanta el templo, y, disimulada por la espuma, estuve espiando si llegaban seres humanos. Vi a la linda muchacha, a quien él quiere más que a mí». Y exhaló un profundo suspiro, pues llorar no podía. «La doncella pertenece al templo, ha dicho, y nunca saldrá al mundo; no volverán a encontrarse pues, mientras que yo estoy a su lado, lo veo todos los días. Lo cuidaré, lo querré, le sacrificaré mi vida».
Sin embargo, el príncipe debía casarse, y, según rumores, le estaba destinada por esposa la hermosa bija del rey del país vecino. A este fin, armaron un barco magnífico.
Se decía que el príncipe iba a partir para visitar las tierras de aquel país; pero en realidad
era para conocer a la princesa su hija, y por eso debía acompañarlo un numeroso
séquito. La sirenita meneaba, sonriendo, la cabeza; conocía mejor que nadie los pensamientos de su señor.
- ¡Debo partir! -le había dicho él-. Debo ver a la bella princesa, mis padres lo exigen, pero no me obligarán a tomarla por novia. No puedo amarla, pues no se parece a la hermosa doncella del templo que es como tú. Si un día debiera elegir yo novia, ésta
serías tú, mi muda expósita de elocuente mirada -. La besó los rojos labios, y, jugando con su larga cabellera, apoyó la cabeza sobre su corazón, que soñaba en la felicidad humana y en el alma inmortal.
- ¿No te da miedo el mar, mi pequeñina muda? -le dijo cuando ya se hallaban a bordo del navío que debía conducirlos al vecino reino. Y le habló de la tempestad y de la calma, de los extraños peces que pueblan los fondos marinos y de lo que ven en ellos
los buzos; y ella sonreía escuchándolo, pues estaba mucho mejor enterada que otro
cualquiera de lo que hay en el fondo del mar.
Una noche de clara luna, cuando todos dormían, excepto el timonel, que permanecía en
su puesto, sentóse ella en la borda y clavó la mirada en el fondo de las aguas límpidas.
Le pareció que distinguía el palacio de su padre. Arriba estaba su anciana abuela con la
corona de plata en la cabeza, mirando a su vez la quilla del barco a través de la rápida
corriente. Las hermanas subieron a la superficie y se quedaron también mirándola
tristemente, agitando las blancas manos. Ella les hacia señas sonriente, y quería explicarles que estaba bien, que era feliz, pero se acercó el grumete, y las sirenas se sumergieron, por lo que él creyó que aquella cosa blanca que había visto no era sino espuma del mar.
A la mañana siguiente el barco entró en el puerto de la capital del país vecino.
Repicaban todas las campanas, y desde las altas torres llegaba el son de las trompetas, mientras las tropas aparecían formadas con banderas ondeantes y refulgentes bayonetas.
Los festejos se sucedían sin interrupción, con bailes y reuniones; mas la princesa no
había llegado aún. Según se decía, la habían educado en un lejano templo, donde había
aprendido todas las virtudes propias de su condición. Al fin llegó a la ciudad.
La sirenita estaba impaciente por ver su hermosura, y hubo de confesarse que nunca había visto un ser tan perfecto. Tenía la piel tersa y purísima, y detrás de las largas y oscuras pestañas sonreían unos ojos azuloscuro, de dulce expresión.
- Eres tú -dijo el príncipe- la que me salvó cuando yo yacía como un cadáver en la costa -. Y estrechó en sus brazos a su ruborosa prometida. - ¡Ah, qué feliz soy! -añadió dirigiéndose a la sirena-. Se ha cumplido el mayor de mis deseos. Tú te alegrarás de mi dicha, pues me quieres más que todos.
La sirena le besó la mano y sintió como si le estallara el corazón. El día de la boda
significaría su muerte y su transformación en espuma.

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