Capitulo 7

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Fueron echadas al vuelo las campanas de las iglesias; los heraldos recorrieron las calles pregonando la fausta nueva. En todos los altares ardía aceite perfumado en lámparas de plata. Los sacerdotes agitaban los incensarios, y los novios, dándose la mano, recibieron la bendición del obispo. La sirenita, vestida de seda y oro, sostenía la cola de la desposada; pero sus oídos no percibían la música solemne, ni sus ojos seguían
el santo rito. Pensaba solamente en su próxima muerte y en todo lo que había perdido en
este mundo.
Aquella misma tarde los novios se trasladaron a bordo entre el tronar de los cañones y el ondear de las banderas. En el centro del buque habían erigido una soberbia tienda de oro y púrpura, provista de bellísimos almohadones; en ella dormiría la feliz pareja durante la noche fresca y tranquila.
El viento hinchó las velas, y la nave se deslizó, rauda y suave, por el mar inmenso.
Al oscurecer encendieron lámparas y los marineros bailaron alegres danzas en
cubierta. La sirenita recordó su primera salida del mar, en la que había presenciado aquella misma magnificencia y alegría, y entrando en la danza, voló como vuela la golondrina perseguida, y todos los circunstantes expresaron su admiración; nunca había bailado tan exquisitamente. Parecía como si acerados cuchillos le traspasaran los delicados pies, pero ella no los sentía; más acerbo era el dolor que le hendía el corazón.
Sabía que era la última noche que veía a aquel por quien había abandonado familia y patria, sacrificado su hermosa voz y sufrido día tras día tormentos sin fin, sin que él tuviera la más leve sospecha de su sacrificio. Era la última noche que respiraba el
mismo aire que él, y que veía el mar profundo y el cielo cuajado de estrellas. La esperaba una noche eterna sin pensamientos ni sueños, pues no tenía alma ni la tendría jamás. Todo fue regocijo y contento a bordo hasta mucho después de media noche, y
ella río y bailó con el corazón lleno de pensamientos de muerte. El príncipe besó a su
hermosa novia, y ella acarició el negro cabello de su marido y, cogidos del brazo, se retiraron los dos a descansar en la preciosa tienda.
Se hizo la calma y el silencio en el barco; sólo el timonel seguía en su puesto. La sirenita, apoyados los blancos brazos en la borda, mantenía la mirada fija en Oriente, en espera de la aurora; sabía que el primer rayo de sol la mataría. Entonces vio a sus hermanas que emergían de las aguas, pálidas como ella; sus largas y hermosas cabelleras no flotaban ya al viento; se las habían cortado.
- Las hemos dado a la bruja a cambio de que nos deje acudir en tu auxilio, para que no mueras esta noche. Nos dio un cuchillo, ahí lo tienes. ¡Mira qué afilado es! Antes de que salga el sol debes clavarlo en el corazón del príncipe, y cuando su sangre caliente salpique tus pies, volverá a crecerte la cola de pez y serás de nuevo una sirena, podrás
saltar al mar y vivir tus trescientos años antes de convertirte en salada y muerta espuma.
¡Apresúrate! Él o tú debéis morir antes de que salga el sol. Nuestra anciana abuela está tan triste, que se le ha caído la blanca cabellera, del mismo modo que nosotras hemos perdido la nuestra bajo las tijeras de la bruja. ¡Mata al príncipe y vuelve con nosotras! Date prisa, ¿no ves aquellas fajas rojas en el cielo? Dentro de breves minutos aparecerá el sol y morirás-. Y, con un hondo suspiro, se hundieron en las olas.
La sirenita descorrió el tapiz púrpura que cerraba la tienda y vio a la bella desposada
dormida con la cabeza reclinada sobre el pecho del príncipe. Se inclinó, besó la hermosa frente de su amado, miró al cielo donde lucía cada vez más intensamente la aurora, miró luego el afilado cuchillo y volvió a fijar los ojos en su príncipe, que en sueños, pronunciaba el nombre de su esposa; sólo ella ocupaba su pensamiento. La sirena levantó el cuchillo con mano temblorosa, y lo arrojó a las olas con un gesto violento. En el punto donde fue a caer pareció como si gotas de sangre brotaran del agua. Nuevamente miró a su amado con desmayados ojos y, arrojándose al mar, sintió cómo su cuerpo se disolvía en espuma.
Asomó el sol en el horizonte; sus rayos se proyectaron suaves y tibios sobre aquella espuma fría, y la sirenita se sintió libre de la muerte; veía el sol reluciente, y por encima de ella flotaban centenares de transparentes seres bellísimos; a su través podía divisar las blancas velas del barco y las rojas nubes que surcaban el firmamento. El lenguaje de aquellos seres era melodioso, y tan espiritual, que ningún oído humano podía oírlo, ni ningún humano ojo ver a quienes lo hablaban; sin moverse se sostenían en el aire, gracias a su ligereza. La pequeña sirena vio que, como ellos, tenía un cuerpo, que se elevaba gradualmente del seno de la espuma.
- ¿Adónde voy? - preguntó; y su voz resonó como la de aquellas criaturas, tan melodiosa, que ninguna música terrena habría podido reproducirla.
- A reunirte con las hijas del aire -respondieron las otras. - La sirena no tiene un alma inmortal, ni puede adquirirla si no es por mediación del amor de un hombre; su eterno destino depende de un poder ajeno. Tampoco tienen alma inmortal las hijas del aire, pero pueden ganarse una con sus buenas obras. Nosotras volamos hacia las tierras cálidas, donde el aire bochornoso y pestífero mata a los seres humanos; nosotras les
procurarnos frescor. Esparcimos el aroma de las flores y enviamos alivio y curación.
Cuando hemos laborado por espacio de trescientos años, esforzándonos por hacer todo
el bien posible, nos es concedida un alma inmortal y entramos a participar de la felicidad eterna que ha sido concedida a los humanos. Tú, pobrecilla sirena, te has esforzado con todo tu corazón, como nosotras; has sufrido, y sufrido con paciencia, y te has elevado al mundo de los espíritus del aire: ahora puedes procurarte un alma inmortal, a fuerza de buenas obras, durante trescientos años.
La sirenita levantó hacia el sol sus brazos transfigurados, y por primera vez sintió que las lágrimas asomaban a sus ojos. A bordo del buque reinaba nuevamente el bullicio y la vida; la sirena vio al príncipe y a su bella esposa que la buscaban, escudriñando con melancólica mirada la burbujeante espuma, como si supieran que se había arrojado a las olas. Invisible, besó a la novia en la frente y, enviando una sonrisa al príncipe, elevóse con los demás espíritus del aire a las regiones etéreas, entre las rosadas nubes, que
surcaban el cielo.
- Dentro de trescientos años nos remontaremos de este modo al reino de Dios.
- Podemos llegar a él antes -susurró una de sus compañeras-. Entramos volando, invisibles, en las moradas de los humanos donde hay niños, y por cada día que encontramos a uno bueno, que sea la alegría de sus padres y merecedor de su cariño, Dios abrevia nuestro período de prueba. El niño ignora cuándo entramos en su cuarto, y
si nos causa gozo y nos hace sonreír, nos es descontado un año de los trescientos; pero si damos con un chiquillo malo y travieso, tenemos que verter lágrimas de tristeza, y por cada lágrima se nos aumenta en un día el tiempo de prueba.

The End

La Sirenita Where stories live. Discover now