Capítulo 2.

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EROS.

Por fin, después de siete años, puedo salir de aquí. Por fin puedo abandonar este puto infierno y hacer aquello con lo que llevo planeando desde que algún hijo de puta me encerró en esta cárcel.

Un oficial de policía saca una pequeña llave para quitarme las esposas.

-A la mínima noticia indebida que tengamos de ti, no pienses que volverás aquí... -dice apretando a posta mis muñecas.- Irás a un sitio peor. Y no creas que nos va a dar pena. -estoy a punto de quejarme cuando noto como las esposas se sueltan detrás de mi espalda.

-Chaval, este sitio es el paraíso comparado con la cárcel. -añade el otro.- Así que más te vale que te comportes, lo digo por tu bien.

No contesto. Miro hacia el patio interior, por detrás de las rejas metálicas.

-¿Puedo despedirme? -le pregunto a los oficiales. Ellos se miran entre si, debatiendo si puedo hacer algo malo. Finalmente asienten con la cabeza.

La respuesta es sí. Claro que puedo hacer algo. Pero ellos no se enterarían.

Me acerco a Diego, mi mejor amigo, que me observa apoyado en la pared, de brazos cruzados. Estamos separados por unas barras de hierro.

-Os sacare de aquí. -digo lo más bajo posible, refiriéndome a él y a su hermano pequeño. Este último, me mira con los ojos llenos de brillo, con admiración.

-¿Volverás? -pregunta el pequeño Simon.

-Lo intentaré. -le respondo desordenándole el pelo rubio con la mano.- Pero primero tengo que hacer varias cosas.

Diego niega con la cabeza.

-Estaremos bien. No te arriesgues, por fin eres libre hermano.

Simon tose. Está enfermo y nadie se preocupa por él salvo su hermano Diego, el cual también es un hermano para mí. Ya podría haber salido de aquí hace algunos meses, pero decidió quedarse aquí trabajando para poder cuidar de Simon. No hay recursos suficientes para pagar medicamentos y el médico solo aparece por aquí una vez al año. La sanidad es una mierda, tanto que dudo mucho que sea legal. En este reformatorio solo existe una ley. La ley del más fuerte.

-Os lo debo. -respondo.

-¡Date prisa chaval! -me grita uno de los oficiales. Les partiría la cara. Es más, ya lo he hecho más de una vez, pero no ha sido para nada agradable el castigo de después.

Sin que se note, saco mi navaja negra del bolsillo y se la paso a Diego entre las rejas. Está un poco manchada de sangre, pero no importa. Él hace como que se cruza de brazos y la esconde en su axila asintiendo con la cabeza, dándome las gracias. Ahora que no estoy yo, alguien tiene que dominar al resto de chicos de la institución.

No hace falta decir nada más. Me doy media vuelta metiéndome las manos en los bolsillos y camino hacia la salida.

-Con que Eros Douglas la leyenda, por fin se marcha. -dice Margaret, la recepcionista. Es una señora mayor, con algunos quilos de más. Cuando llegué aquí sobreviví gracias a ella ya que me guardaba comida cuando los más mayores me la quitaban. Así que de aquí, es a la única que tolero. Así como es la única en todo el establecimiento que no ha sufrido ningún mal trato por mi parte.- Echaré de menos verte en la sala de castigos.

-¿Acaso no era ese mi cuarto?-respondo. Margaret se ríe.

-Adiós chaval, cuídate.

Mala influencia®  Donde viven las historias. Descúbrelo ahora