Capítulo 1. La huida.

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Recuerdo que llevaba una pequeña bolsa con monedas de oro. Una bolsa que había conseguido en el mercado, a cambio de una vasija que había encontrado junto a un camino por el que pasaban señores muy poderosos con sus esclavos. Debería haber tenido más cuidado. Seguramente aquel grupo de ladrones me hubiese visto cuando recibía la bolsa. Ese atardecer fue el fin de mi persona.

Noté que ese grupo de unas diez personas me iba siguiendo, justo cuando iba a girar a un camino que llevaba hacia la casa donde me habían dejado quedarme unos días. A unos cinco minutos de esa casa había un recodo con muchos arbustos y justo ahí fue me alcanzaron.

Vi que no eran diez personas: eran doce, llevaban armas y sus caras eran como hienas que miraban su presa con hambre y rabia. Pensé que quizá me podría haber defendido si hubiesen sido la mitad y si hubiese llevado algún arma, pues mi padre me había enseñado a luchar antes de verse obligado a marchar a la maldita guerra de Troya, aquella que ese descerebrado de Paris había comenzado años atrás.

-¡Danos el oro! –Gritó un ser muy gordo y bajo, con el pelo verde como el musgo y pocos dientes, que debía ser una persona. Tenía una voz empalagosa y aguda y escupía al hablar. Era verdaderamente como un trasgo de los cuentos de hadas.

-No.- Le respondí despacio, intentando pensar una forma de salir de aquella con la bolsa de oro que me serviría para pagar mi viaje a Troya. – No puedo daros el oro, porque... Lo he perdido por el camino.- Lo sé, suena tan tonto como es: si se me hubiese caído el oro lo habrían visto.

-¡Mentira! ¿Pretendes engañarnos, enclenque?- Escupió él.

-Yo... Eh... Verás... -Mientras decía esto vi que se les acabó la paciencia y uno desenvainó su puñal con un grito, haciendo que los demás le siguieran.

Cuando ya no veía escapatoria, aparecieron de la nada dos seres demoníacos, con apariencia indescriptible, que mataron a las doce personas del grupo con un látigo envuelto con fuego. Cuando acabaron me miraron a los ojos, pero cuando yo les iba a mirar los ojos desaparecieron. En su lugar apareció un hombre, o lo que parecía un hombre, extremadamente alto y huesudo, con el cabello grisáceo oscuro tan largo que no se sabía donde llegaba el cabello y donde empezaba su capa oscura; lo único que salía de la capa eran unas manos que parecían hechas de humo y su cara, los rasgos de la cual no podré describir jamás, pues cada vez que he intentado mirarle a la cara, sus ojos absorbentes me invaden y me hacen mirarlos fijamente. Creía haberme aprendido sus ojos grises al pie de la letra, pero cada vez que los he vuelto a mirar he visto que aún tenían algo más que decirme, supongo que cuando los mire por última vez será cuando tenga que cruzar el rio, y entonces me dirán todo lo que no me han podido decir aún.

También he de deciros, que cuando habló, parecía que el viento más frío que os podáis imaginar hubiera salido de su boca y hubiese llegado hasta mí calándome hasta los huesos y dejándome desposada de todo el valor que pudiera tener. Un frío, que venía acompañado de un sonido como de violines muy agudos, que soltaban notas muy lentamente.

-Saludos joven cretense.- Lo dijo marcando cada sílaba casi susurrando, como si tuviese todo el tiempo del mundo.

-Saludos, mi señor. –Dije intentando ser lo más cordial que pude con el tartamudeo que me salió.- Y gracias, por haberme ayudado, noble ser. Pero, dejadme preguntar, ¿quién sois? Y ¿a qué se debe vuestra aparición?

-Solo te diré que soy alguien muy poderoso Zalaysha. De momento eso basta. He venido a proponerte un trato: yo prometo llevarte a un lugar seguro, donde tendrás un lugar para dormir y para comer, a cambio, solo me tendrás que ayudar en un pequeño trabajo si es que preciso tu ayuda algún día. ¿Aceptas el trato Zalaysha?

No sé por qué pensaría en el momento que era buena opción, pero acepté. En el momento que nos dimos la mano para sellar el trato (aunque todo lo que yo sentí fue brisa entre mis dedos), me vi transportada de repente. Noté que había algo tapándome la cabeza, pero cuando un guardia me lo quitó, vi que me encontraba ante muchísimas personas expectantes, a la espera de algún gran espectáculo; mientras esas personas gritaban y reían, yo me hacía cada vez más minúscula. Vi que no estaba sola ante aquel descontrolado público: había otras seis chicas jóvenes y otros siete chicos de edades variadas, que no pasarían en absoluto los veinte; también había unos guardias que nos separaban del público y nos cortaban las cuerdas que ataban nuestras manos. Nos dieron la orden de darnos la vuelta, y torpemente lo hicimos.

En ese momento, entendí que no había sido buena opción.

En ese momento, lo vi por primera vez.

En ese momento, vi el laberinto.

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La venganza de Hades. El Laberinto del MinotauroWhere stories live. Discover now