Prólogo

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La tormenta golpeaba, aumentaba su fuerza con cada segundo que pasaba, los truenos hacían retumbar la tierra, los rayos parpadeaban iluminando durante unos segundos todos los rincones de la ciudad, tenían que llegar al escondite o sería demasiado tarde.

Los helicópteros, al igual que las patrullas y tanques del ejército los perseguían, tratando de arrestarlos, en cualquier momento podrían alcanzarlos.

Pisaban charcos, vidrios y todo desperdicio que yacía regado por las calles, de vez en cuando tropezaban con algunos baches que encontraban en su camino, la vista se les nublaba debido a las gotas que los recibía de frente.

—¡Vamos! —exclamaba tratando de alentar a los pocos miembros que quedaban para que siguieran y no se rindieran —, ¡podemos lograrlo!, ¡no se detengan!

Un metro ochenta y cinco de estatura, tez aperlada, complexión robusta, fornido debido a su arduo entrenamiento, iba a la cabeza, era el líder.

Miraba para todos lados tratando de no perderse; las calles eran muy largas, los edificios grandes y casi idénticos, un poco separados entre sí, lograrían confundir a un foráneo, pero no a él, conocía todas las calles cómo la palma de su mano.

Después de cruzar cinco cuadras larguísimas, de cinco metros cada una, desviaron a la derecha por la calle "Sombra misteriosa", logrando así evadir al ejército. Las luces de los helicópteros eran proyectadas en cada rincón de la ciudad tratando de localizarlos, era su deber por órdenes del gobierno.

Destapó la alcantarilla, los diez miembros restantes entraron. Algunos tosían, otros recuperaban el aliento, su esposa se exprimía su larga cabellera, la cual le llegaba a la cintura.

Encendió las luces, revelando así el largo escondite subterráneo en el cual se encontraban; a lo mucho tenía diez metros de largo, dentro se encontraban provisiones necesarias para una guerra, armas, cambios de ropa suficiente para poder disimular su verdadera identidad, pero también había distintas salidas de emergencia, las cuales, sólo él conocía.

Se sentó recargándose contra la pared del lado este, agachando la cabeza mirando al suelo, seguía agitado, todo estaba pasando demasiado rápido, una decisión mala y todo terminaría, esa noche podría ser la última.

—Lao —habló su querida esposa, levantó la mirada; uno ochenta y dos de estatura, tez blanquecina, una silueta bien definida, era la encarnación de la perfección, podía perderse en esos ojos negros, tan profundos cómo la noche.

—¿Qué pasa Cheung?

—¿Fue una buena decisión? —Lao arrugó el entrecejo confundido por la pregunta.

—¿Qué cosa?

—Hacer todo esto, formar parte de este grupo, luchar por lo ideales de justicia e igualdad —ella agachó la cabeza decepcionada y triste, él sonrió, levantó su mentón con su mano derecha para que lo mirara a los ojos.

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El kuon era grande, al lado este estaba ubicado el espejo en el cual corregían las técnicas, al lado oeste se hallaba el altar; en el cual se encontraba la foto del maestro del maestro y de las grandes leyendas del wushu, al lado norte estaba el muñeco de madera, el costal colgado, los diferentes sacos llenos de aserrín, y al lado sur se encontraba la puerta.

Adelantó el pie derecho para después juntar el pie izquierdo pisoteando el suelo, pegando ambos dorsos de las manos, girando hacia afuera golpeando sus piernas finalizando la forma cómo el viejo alisándose la barba.

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