Capítulo 6

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Annette corría por el empedrado de arcoíris en otro día gris antes de estrellarse contra un anciano al cruzar calle. Culpó, de nuevo, a la niebla por no haberlo visto atravesarse.

—¡Por mis barbas! —gritó el viejo, ya de trasero al suelo—. ¡¿Intentas matarme?! —¡Lo siento mucho! —dijo Annette, con las mejillas tan coloradas como el empedrado.

—¿Qué esperas? —siguió el anciano—. ¡Mi vara, muchacha tonta!

Annette se la alcanzó antes de que rodara calzada abajo. Luego, lo ayudó a levantarse.

—No se puede ser ciego y tratar de volar al mismo tiempo —siguió quejándose el viejo al limpiarse el polvo—. Es preferible correr con tijeras. ¿Retrasada para una cita?

Annette se ruborizó aún más, pero antes de que respondiera, el viejo ya la golpeaba con la vara.

—No lo hagas esperar. —Y siguió renqueando.

Annette hizo lo propio después de sobarse la cabeza. Aquel anciano dio en el clavo, pensó. Tomó varios atajos entre los edificios, que se acomodaban alrededor de las avenidas y veredas. Las estatuas de los Regentes pasaban ante sus ojos como manchones oscuros y severos, que de haber estado el clima despejado, los hubiese detallado mejor como en tiempos mejores. Subió por unos peldaños de piedra maciza y llegó a un enorme jardín, que despedía un aroma de rocío mañanero permanente. El sendero entre el pasto evitó que su apremio pisoteara las pocas flores que crecían de lado a lado.

Allí está. El césped se abría en V, consumido por los bloques de la calzada, y al final del recorrido, Annette veía el rectangular Palacio del Concejo. La bóveda blanquecina se levantaba por encima de las demás torres, y un portal arqueado se desplegaba a manera de pórtico.

La bruma volvió a jugarle en contra.

—¡Ay! —se quejó al caer.

Aupó la vista, desorientada, temiendo que esta vez no se llevaría nada más que un coscorrón. Entre la espesura, experimentó una sacudida en la médula.

Es uno de ellos.

—Haz de ir con precaución —siseó el Albino.

Annette se levantó tentada a dar media vuelta e irse. Aquella cara opacaba al más bonito de los días.

—¿Nada que decir? —preguntó el Albino.

Annette negó con la cabeza, e inconscientemente retrocedió dos pasos al ver la espada en el cinto del Albino. Tragó grueso y se obligó cruzar la mirada con las pupilas de abismo de aquel ser.

—Le ruego que me disculpe —dijo en un hilillo ausente—. ¿Se encuentra bien?

El Albino frunció los labios y se alejó. Sus pasos parecían apagar el empedrado. Annette tuvo frío al recordar que se encontraban por todo Suntaé, y que en ese momento podrían estarla acechando desde cualquier parte.

Le daba la impresión de que el sendero hacia el Palacio se alargaba. No hacía mucho desde que había estado allí, pero ahora sus pies no parecían coincidir con sus deseos. Las puertas estaban abiertas al final de unos anchos escalones. Se detuvo al pie de estos al encontrarse con una multitud, que no paraba de escupir juramentos, como de costumbre en los últimos meses.

—¡Inaudito! —escuchó—. ¡Caballeros de Munlock en la ciudad y el Consejo decide encerrarse!

—¡Cayeron del cielo! —gritó otro.

DiamanteWhere stories live. Discover now