Capítulo 11

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El agua de la cascada resonaba en el claro. Bebieron hasta saciarse y se lavaron las inmundicias acumuladas en las largas jornadas a sus espaldas. Sus pies no se aguantaban ni ellos mismos.

—Nikolai —llamó Valandil—. Encontré un camino. —A un lado de la laguna, los árboles se abrían en una colina.

—Buen trabajo, Val —respondió Nikolai, sin dejar de lavarse la cara— ¿Cómo va la pesca, Heres?

—Paciencia —dijo este a dos varas, aguas adentro.

Nikolai volvió hacia la fogata, junto a lo que quedaba de sus cosas. Decidió darle otra inútil revisada al mapa. Dime algo esta vez. Había recorrido cada trazo tantas veces, que ya lo había memorizado. El Archipiélago y las Costas. El Desierto de Altamira. El País de los Magos. La Capital del Sur; nuestro hogar. Las agujas continuaban girando hacia donde les venía en gana.

—Está rota —se repetía a sí misma para no caer en la desdicha.

Estaba tan rota como el viento que manaba desde los árboles. Si lo saboreaba, encontraba un gusto a carbón parecido al de los pescados que Heres traía en ese momento.

Luego de cocinarlos, comieron como si mascaran cada línea de sus pensamientos.

—No está tan mal —admitió Heres, lanzando una dentellada al nadador.

—Saben mejor que... —Valandil calló— Nikolai, lo siento. Yo...

—No pasa nada —dijo Nikolai, sin alzar la vista.

Aún recordaba la carne de caballo en su paladar. Reprimió un par de arcadas. Eran ellos o nosotros.

—¿Crees que el Capitán esté con vida? —preguntó Valandil.

—Lo está —dijo Nikolai. Más le vale—. Es el Capitán.

—Mejor nos preocupamos por nuestro pellejo —dijo Heres—. Es lo que él nos diría.

A latigazos.

Llenaron las cantimploras y dejaron los restos de la fogata visibles por si alguien seguía sus rastros. Se adentraron en las colinas, y el clamor de la cascada fue sustituido por el resquebrajar de hojas debajo de sus pies. Nikolai encabezó la marcha, seguida por Valandil y Heres. No es que le gustase estar al mando, pero desde su despertar en lo alto de una montaña desolada, asumió el rol amparada bajo sus plegarias. Que los dioses nos ayuden.

Y los dioses no parecían escuchar. Se habían movilizado en busca de alguna aldea, atravesando bosques y llanuras. Todo estaba desollado. Las noches eran frías y el alimento escaso. Parecían ser los únicos seres vivos, además de la fatiga con la que no dejaban de lidiar en los días de calor. Las cotas de malla les pesaban desde hacía días. Nikolai tuvo un escalofrío en la fibra más fina de su rubia cabellera, y en la periferia vio a sus compañeros avanzar. Ahora son tus hombres.

Bajaron por una pendiente hasta suelo uniforme. Ya oscurecía, y sin abrigos, la tortura comenzaría dentro de poco.

—Encenderé una antorcha —sugirió Heres, desenfundando una vara envuelta con un trapo.

—Hazlo —ordenó Nikolai.

Pero la luz le rehuía a la gélida corriente de las paredes de la garganta, que ahora atravesaban. Encontraron una cueva a la deriva, y se agazaparon en ella. Heres clavó la tea en el umbral, y se acomodaron lo mejor que pudieron al fondo. Nikolai deseaba que alguna criatura estuviera acechándolos, al menos así podrían darle muerte y cenar como reyes.

DiamanteWhere stories live. Discover now