Capítulo 39: Medicina.

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Para cuando me animé a levantarme de la cama, mi móvil llevaba un rato sin vibrar. Yo me lo había quedado mirando hasta que finalmente se dio por vencido, sumido en un sueño del que no iba a despertarse a no ser que yo lo invocara.

Muerto, como estaban mis ilusiones.

Una marea negra, pegajosa y pesada se había instalado en mi interior. Si antes me había sentido ligera como una pluma y valiente como una leona, ahora me notaba pesada como un lagarto, cobarde como una gallina. Nunca pensé que alguien que no fuera nada mío, absolutamente nada, pudiera hacerme ese daño y sin ni siquiera pretenderlo.

Me incorporé hasta quedar sentada y me limpié algo húmedo que me mojaba las mejillas. Lágrimas. Me había echado a llorar y ni siquiera me había enterado. Sorbí por la nariz y me miré en el espejo, hecha un completo y absoluto desastre. Tenía el pelo alborotado como si me hubiera estado tirando de los rizos para no volverme loca, y los ojos hinchados y rojos propios de alguien que es adicto a la heroína, no a un chico.

Un chico que no podía ser más que el antagonista de mi historia particular.

Ojalá le hubiera dicho que no. Ojalá hubiera cerrado la conversación en cuanto vi los tintes que adoptaba. Ojalá él no tuviera ese efecto hipnótico sobre mí. Ojalá no le hubiera mandado aquellos estúpidos mensajes, que me hacían parecer débil y emocionalmente involucrada. Seguro que yo no era más que una muesca en su cama, un puto palo que añadir a la lista que seguro que guardaba en la funda de la almohada a modo de representación de todas las chicas que habían caído en sus redes.

Ojalá no me hubiera pasado la vida odiándolo, porque lo único que me molestaba más del comportamiento de Alec, era que yo sabía que era así.

Volar tiene sus riesgos, y yo me había dado la hostia. Un paso en falso había hecho que me precipitara al vacío; toda la vida había vivido en la cuerda floja, resistiéndome a lo atractivo que era por fuera recordando que no lo era en absoluto por dentro. Un instante de debilidad me había hecho perder el equilibrio, y había estado cayendo durante un glorioso mes en el que me sentí libre como un pájaro.

Pero si yo era un pájaro, acababa de descubrir mi tipo: un estúpido, incauto, ingenuo e imbécil pingüino. El suelo llegó sin que yo lo previera, y me había estampado contra él con tantísima fuerza que fracaso y cuerpo éramos uno.

Por qué tuve que equivocarme este mes y estar en lo cierto todos estos años contigo, pensé observando mi reflejo en el espejo, imaginándome a Alec sentado a mi lado en la cama, sintiendo una tristeza que de seguro no experimentaba. Sólo yo. Sus palabras habían sido dulces porque yo era la hermana de Scott. Qué casualidad que justo cuando hablábamos de decírselo a mi hermano, él corría a los brazos de otra. Era un cobarde, un jodido cobarde. Si quería terminar conmigo incluso antes de empezar, no tenía más que decirlo.

Contuve un nuevo sollozo y me calcé mis zapatillas de bota. El calor que manaba de ellas no me reconfortó en absoluto. Un frío gélido me corroía las entrañas, y una única frase de tres palabras se repetía en mi interior, como un mantra que se sobreponía a las cacofonías que mi cerebro formaba con la voz de Alec y la chica con la que había estado esa misma tarde.

Necesito a mamá. Necesito a mamá. Necesito a mamá.

Tiré de los bordes de mi chaqueta hasta convertirme en un improvisado y patético capullo desastroso y me encaminé a la puerta de mi habitación. Sorbí por la nariz y me pasé una mano por los rizos, intentando resolver el desastre en que me había convertido.

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