Perdido

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Gabriel tenía la boca apenas abierta, como cuando quedaba absorto en alguna tarea que demandaba toda su concentración, y sus ojos empezaban a sentirse más resecos cada segundo que pasaba sin parpadear, con las pupilas fijas en la estructura que se erguía ante él, eterna, atemporal, antigua como la muerte, pero fresca como el miedo a la nada. Sentía que la casona se hacía cada vez más grande, alzándose sobre él, casi como una edificación para hombres enormes, vertiginosa e intimidante.

El aire gélido del invierno era penetrante, se infiltraba dentro de su boca y la llenaba de algodón invisible, pastoso y seco. Su lengua se asomó y remojó sus labios.

Estaba perdido y solo. La vida de un niño huérfano antes del Apocalipsis ya era dura, pero después se convirtió en la de un parásito nocivo, que se aferraba a cuanto huésped podía para seguir viviendo, incluso cuando pensaba que este era un mundo en el que no valía la pena hacerlo, desprovisto de toda esperanza. Ya no existían cuentos sobre el éxito que llegaría algún día, después de años de esfuerzo y fe. No había una promesa de aceptación por parte de la sociedad porque había llegado a su fin.

Sus padres habían muerto cuando él tenía ocho años y nada podía cambiar eso.

Perdido y solo.

Para Gabriel era triste pensar que a sus quince años, atrapado en el limbo entre la adultez y la niñez, su vida ya no tenía propósito.

¿"Ya no tenía propósito"? No. Quizás nunca lo tuvo.

Frente suyo, la puerta de la vieja casona le extendía una invitación silenciosa. Podía sentir su llamado. El aullido del viento se perdía al pasar por ese umbral. Su instinto, alterado por siempre tras años de sobrevivir en este mundo hostil, le imploraba que de media vuelta y huya. Pero ¿por qué?

¿Acaso tenía algo que perder?

Analizó cada rincón de la casona: sus paredes color crema opaco, con la pintura pelándose en patrones irregulares; el patio con césped mal cuidado y parches de tierra; el techo, invisible para él desde ese ángulo, que seguro tenía una azotea desordenada, como una corona de basura, y las viejas ventanas con marcos de madera. Eventualmente, sus ojos se fijaron en la puerta entreabierta de la casona... y tomó la decisión de entrar.

***

Lo primero que pensó fue que el interior de la casona parecía sacado de un pasado lejano y olvidado. Los acabados de madera corroída llena de detalles, altos y bajos relieves, dejaban entrever que en su momento fue un hogar lujoso.

En la sala vio un piano de pared negro y apolillado. Era lo más atractivo de este ambiente, donde los demás muebles estaban cubiertos de fantasmagóricas telas que se escondían resignadas bajo la protección de gruesas capas de polvo. Telarañas decoraban al azar la estancia, largas y densas. Gabriel pensó que, más que insectos, estas debían de haber capturado millones de partículas de polvo y ácaros. Al otro extremo de la sala, una escalera en L se mantenía inmutable, indiferente ante el paso del tiempo que corroía la madera de sus peldaños con toda la calma de la eternidad.

A pesar de la apariencia tétrica del lugar, lo que más le perturbó no fue lo que sus ojos podían ver, sino una sensación escalofriante que anidaba en su nuca y se precipitaba por sus extremidades como una avalancha. Le inquietaba no poder señalar el por qué de ese sentir.

El ruido estrepitoso de la vieja puerta cerrándose lo sobresaltó. Dio la vuelta bruscamente sobre sus talones, flexionando las rodillas por reflejo y levantando las manos, alerta y con el corazón latiendo como si hubiera corrido una maratón.

Sintió cómo su piel se ponía sudorosa y pálida al ver que un anciano de unos dos metros de altura estaba de pie frente suyo, mirándolo, delgado como un enfermo terminal, con una piel blanca que aparentaba estar al borde de la podredumbre y vestido con un viejo terno marrón opaco lleno de moho.

Cuentos para quitar el óxidoWhere stories live. Discover now