Prefacio

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Prefacio

Hacía siglos que no corría así

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Hacía siglos que no corría así. Mis huesos estaban gastados y quebradizos; mis pulmones ya no sostenían mi ritmo; mi mente iba más rápido que mis piernas. Pero no podía detenerme.

Podía sentir el pánico persiguiéndome. Me ponía los cabellos de la nuca de punta. Intentaba agarrarme de los tobillos y arrastrarme hasta lo más profundo de sus miserias. Apreté los dientes y aunque me dolían los talones y sentía estirarse mis tendones, no me detuve.

El mediterráneo estaba cerca. Podía olerlo en el aire de la misma manera en la que esos lacayos como perros salvajes olían mi propia esencia. Yo ya no podía borrar mi rastro; había perdido demasiada fuerza y demasiada magia como para eso. Si el agua salada del mar no ocultaba mi esencia, nada lo haría.

Oí las pisadas como garras. Estaban a un kilometro de distancia, acortando los metros que nos separaban con soltura. Esas bestias humanoides, sedientas de sangre, sin cerebro y sin voluntad no pararían hasta cazarme y arruinaban todos mis planes.

«¿Cómo pude también perder mis habilidades para prever todo ese desastre?», pensé, en ese momento, mientras la línea de la costa, detrás de un enorme acantilado, se hacía visible para mí. «¿Cómo pude, después de tantos milenios orquestando todo ese universo, haberme perdido ese hilo argumental?».

Las bestias estaban ya detrás de mí. Gritaban enaltecidas, silbaban entre sus dientes otrora humanos, otrora vampiros. Ahora no eran más que mandíbulas grotescas y babeantes. Ellos derrochaban terror y angustia y todos mis sentidos no podían soportar esa magnitud de sensaciones. Se acercaban sin parar y yo me volvía lenta, porque estaba vieja.

«¡No!», grité en mi cabeza. No sé realmente a quién. Si a mi padre, si a mis ancestros, a mí misma.

Quinientos metros nos separaban.

Clavé los talones en la tierra y cerré los ojos por un instante, mentalizándome. Si ellos me atrapaban todo estaría perdido. Aquellos monstruos serían aún más monstruosos y nadie podría salvar ese mundo. Todo aquello por lo que mi padre luchó, todo aquello por lo cuál yo esperé milenios... Nada tendría sentido.

Trescientos metros. Doscientos. Cien.

Llegué al acantilado. Salté con mis últimas energías. El aroma nauseabundo que desprendían las fauces de las bestias me ahogó en el instante en que mi cuerpo se precipitó al vacío, hasta que me hundí en el mar y creí que la luz de la esperanza todavía me acompañaba.

El mar estaba enaltecido, bravo, pero nadé como nunca antes. En la oscuridad de la noche, aunque ellos me persiguieran, no podían alcanzarme. Me alejé de la costa mar adentro, hacia las profundidades más insólitas e inexploradas.

El silencio bajo el agua era abrumador y aguanté la respiración hasta que la noche negra y densa comenzó a teñirse de gris.

Subí a la superficie, con la calma instalándose en mi pecho. El cielo aclaraba, el amanecer llegaba. Observé los primeros rayos del sol proyectarse en el firmamento. Casi que tocaban la luna, aún visible.

A los sabuesos se les había acabado el tiempo. Si habían saltado al mar detrás de mí, deberían quedarse bajo el agua un día entero, porque no eran capaces de resistir el sol. Tampoco resistirían un día entero sin respirar.

Sea como sea, estaban condenados y Everald Edevane tendría que ponerse a crear otros.

Yo suspiré. Dejé caer la cabeza hacia atrás mientras me mecían las olas y la espuma del mar acariciaba mi rostro impoluto. El alba se reflejó en mis pupilas, manchadas por el tiempo, la única señal de cuántos milenios tenía yo en verdad.

—Ha llegado el día —susurré, en la soledad de la marea. El sol se asomó por el horizonte—. Al fin es 15 de octubre.

«Al fin ha llegado la niña del alba», pensé. «Al fin ha nacido la del sol y la luna».

Hodeskalle [Libro 3]Where stories live. Discover now