Capítulo 30

16.6K 664 71
                                    


Ariel no estaba acostumbrado a lidiar con la gente de Carillanca. Tomó asiento sobre la humedad de la tierra, mientras repasaba.

Se repitió mecánicamente que no quería apegarse a nadie que fuera de allí, porque ya tenía planes para su vida, que no incluían personas de ese pueblo ya que en un tiempo, en cuanto tuviera la posibilidad, se marcharía.

En Carillanca no lo ataba nadie, ahí no tenía amigos. Ellos estaban en Bariloche.

Antes le daba lo mismo que Julieta estuviese o no, pero a medida que ella hablaba, él no podía menos que sentirse parte del mismo lugar. Aunque estuviera tan perdido consigo mismo.

Ella le contaba sus cosas, siempre sincera, mientras que Ariel intentó en vano ahuyentarla, cada vez con menos fuerza, porque Julieta estaba formando parte de su vida y no tenía que ser así.

Desde que descubrió el motivo que acompañaba la tristeza de su mirada, se dio cuenta de que tenían algo en común. Ambos habían perdido a un ser amado y cercano. No pudo olvidarse la manera en que ella lo recordaba. Parecía que casi podía ver a su novio cuando lo nombraba, como si él estuviera allí. Como si viviera. Todavía tan enamorada.

Ariel deseaba poder recordar a su madre con esa misma intensidad. Pero solamente traía a su memoria algunas cosas muy puntuales. Como si hubiese sido en otra época donde no existía el color. Y la extrañaba tanto, tal vez hubiese sido menos osco con las personas si hubiese tenido el cariño de su madre. Su mirada se perdió entre las rosas del invernadero formando en su retina un manchón colorado.

Era como la noche: bella, oscura y exhalaba misterio.

Ariel tenía cinco años cuando falleció. Miró hacia la puerta del invernadero recordándola, porque ella entraba descalza, sus pies le pedían siempre estar en contacto con la tierra, usaba polleras grandes y camisas de liencillo con volados. El cabello suelto que se le enredaba flameante.

Consuelo siempre le decía que su padre se había embrujado al verla. Y quedó prendado de su belleza, no era más que una niña, y él un hombre adulto, quince años mayor. Pero simplemente, la vio, la oyó, y supo que era amor para toda su vida. Ariel no podía creerlo. Imaginar a su padre más joven, enamorado y loco por una muchacha.

Si hacía un esfuerzo por recodarla, la podía ver. El verdadero nombre de su madre era Llanquiray.

Las malas lenguas hablaban de que el italiano se había casado con ella para fastidiar a sus parientes aborígenes, a esa gran familia golpeada por el destino político del país, y que quería sacarle las tierras a su familia, para sus negocios inmobiliarios. Que esa mujer lo había engualichado, utilizando las magias propias de esas gentes sin religión.

Ariel conocía las dos versiones. Prefería creer en lo que le contaba siempre su nonnina, como llamaba cariñosamente a la señora que lo había criado, porque era para él como su familia, su abuelita, pero deseaba contar con más puntos de vista, saber más acerca de Celestial.

Era difícil hacer oídos sordos a la versión de los carillanqueños, y eso lo molestaba mucho, porque entraba en un conflicto consigo mismo.

Recordó cómo jugaban en el invernadero y después lo llevaba a upa dentro de la casa. Donde estaba su padre. Siempre en la oficina, siempre con sus papeleríos, siempre ocupado con sus construcciones y alquileres. Solo que cuando vivía su mamá siempre Alessandro le dedicaba una sonrisa, ajena para la mayoría del mundo, no para ella. Con Ariel jugaban juntos los dos sentados frente a la chimenea encendida y recordaba canciones de cuna que ella le cantaba, incluso cuentos y leyendas. La calidez y la nostalgia lo envolvían, podía rememorar todos esos detalles. Recordaba incluso su olor.

© Tardes de Olvido [En Librerías]Where stories live. Discover now