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CAPÍTULO 2

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La imagen es muy importante, no importa si se tiene buen corazón, alguien vendrá y te juzgará por el color de suéter que usas o por cómo se marcan tus curvas cuando te pones un vestido ajustado. Alguien vendrá a recalcar como tu maquillaje parece estar corrido o como la base no es el de tu tono de piel, siempre habrá alguien para juzgarte y hundirte por cómo te ves; en la escuela, en el trabajo, cuando vas por la calle o simplemente cuando tu prima lejana viene a verte y resalta como tus caderas se ven más anchas o como la blusa que te compró para cumpleaños ya no va a entrar en ti.

Siempre te van a juzgar.

Toda mi vida he vivido bajo el peso de mi imagen, llevo una dieta saludable y una rutina de ejercicios que solo rompo los fines de semana, uso maquillaje por la mañana y zapatos de tacón que hacen que mis pies duelan si duro mucho tiempo en pie, uso bolsos que podrían robarme si tomara el metro y los sábados por la mañana suelo usar los pendientes con diamantes incrustados que me regaló mi jefa antes de subirme de puesto e irse de vacaciones a las Bahamas.

Todos los días construyo la imagen de lo que quiero ser para que no me juzguen y si lo hacen que sea para resaltar que sé darme buena vida.

Kiki ladra como buen despertador y suspiro queriendo quedarme abrazada a las sábanas. Seguro que si Kiki hablara diría algo como: "Si te quedas ahí te van a juzgar, pero por gorda". Ayer me tomé más de tres copas de vino, cuando solo suelo tomar una y para entrar en más detalles, mis amigas vieron como buena idea comer pizza, por lo que no solo pase mi límite de alcohol en mis días laborales, sino que también rompí mi propia regla de solo comer comida chatarra los fines de semana.

—Ven, ven aquí. —Kiki no me hace caso y resoplo cuando simplemente se acuesta sobre la alfombra.

Exhalo sonoramente cuando miro su enorme vientre.

¡Cómo odio ese maldito perro!

Mi hermana estuvo aquí hace un mes y poco más y dejó a Kiki fuera de casa, porque la niña no puede hacer nada bien y Pincho, el perro patoso de mi otro vecino, tomó la oportunidad de aprovecharse de ella, digo que se aprovechó porque no puedo concebir la idea de que Kiki en realidad haya disfrutado que ese perro haya dejado sus pulgas en ella, sus pulgas y no sé cuantos perritos ahí dentro. Ahora es toda una bolita de pereza que solo se digna en pararse a comer y hacer sus necesidades.

Si así va a criar a sus hijos va muy mal.

—No llegarás muy lejos, Kiki, debes aprender de tu madre y no hablo de la que te parió. —Veo como abre sus ojos para observarme y luego los cierra sin mover otro centímetro de su cuerpo peludo—. Seguro que también era perezosa como tú.

Retiro las sábanas de mi cuerpo y esquivo a Kiki para irme a lavar los dientes. Son las seis menos cuarto de la mañana, salgo a las seis al gimnasio y a las ocho en punto ya debo estar cruzando las instalaciones de la revista.

Cuando estoy frente al espejo y ya he cepillado mis dientes, además de ponerme ropa deportiva, retiro mi gorro de la cabeza y dejo que mi cabello caiga por mi espalda para luego recogerlo en una coleta alta.

En cuanto abro la puerta veo a Francisca con una escoba esperando seguramente a que Lorenzo pase por su puerta y pueda quedarse embobada imaginando cómo se verán esos abdominales en vivo y en directo.

Una lástima que nunca se haya dignado a salir sin camiseta para deleite de nuestra vecina.

—Buenos días, Fran —digo mientras reviso que la puerta esté cerrada.

—Buenos días, Amanda. ¿Cómo...? —Me quedo esperando a que continúe con su oración, pero la señora se queda en silencio.

Enarco una ceja hacia ella y su cara embobada lo dice todo. Ahí viene Lorenzo.

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