Capítulo 5 - El templo de Sobek

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«Shedet, bajo ataque»

Antes de que el joven pudiera abrir la boca para responder, él y el resto de sus compañeros se estremecieron al escuchar un tan inesperado como estridente chillido de alarma.

Al primer grito se le fueron sumando varios más, pero ahora procedían de otros puntos de la ciudad, y a más de un ciudadano debió parecerle que hasta se respondieran entre sí, a modo de funesto y aterrador eco.

Najt, por su parte, fue capaz de identificar en cada una de aquellas recias voces sentimientos tan contrapuestos como la determinación y el miedo. Emociones aparte, cumplían su cometido, que no era otro que alertar de manera instantánea a toda la población de un ataque exterior en curso.

—¡Meshwesh! —se escucharon de nuevo los iracundos rugidos de los vigías. Estos, apostados en lo más alto de las torres que protegían cada tramo de la muralla que circundaba la urbe, habían conseguido identificar al enemigo.

Los jóvenes, presos de la confusión, se miraban entre sí sin saber muy bien qué hacer en esos primeros momentos de desconcierto.

Por el contrario, varios ciudadanos de mayor edad —y, por ello, más experimentados—, cuyas viviendas y comercios se encontraban a tiro de piedra de su lugar favorito de reunión, parecían la viva imagen de la diligencia. Saltaban y corrían como si alguien los hubiera pinchado con una aguja: madres que levantaban a sus hijos pequeños del suelo en el que habían estado jugando para encerrarse con ellos en sus hogares; mercaderes que retiraban de manera precipitada sus respectivos productos para llevárselos al lugar más seguro y cercano que conocían —posiblemente los sótanos de sus propias casas—; soldados que, sorprendidos mientras disfrutaban de su tiempo de ocio —zascandileando por las calles, jugando al senet, citándose con alguna mujer o bebiendo en grupo en alguna casa de la cerveza—, dejaban en un abrir u cerrar de ojos —salvo aquellos más perjudicados por la bebida, que necesitarían algo más que un simple ataque a la ciudad para despertarse— sus entretenimientos para echar a correr hacia sus unidades o cuarteles, donde los oficiales de guardia se aprestaban ya a la defensa asignando un sinfín de tareas.

Que los kemitas escucharan gritos de alarma desde distintos puntos de los límites amurallados de la ciudad les proporcionaba —aparte de un poderoso motivo para preocuparse— información extra muy valiosa, ya que anunciaba que el número de enemigos al que iban a enfrentarse era lo bastante grande como para poder dividirse en grupos y, aun así, atacar al mismo tiempo y con esperanzas de éxito sus defensas en más de un sitio, en lugar de concentrarlos en un único punto.

Si el enemigo conseguía sortear la muralla de la ciudad, elemento principal del que dependía buena parte de su defensa, la guarnición perdería su principal baza: a partir de ese instante solo quedaría o vencer a los invasores y sobrevivir o ser derrotados y perder la ciudad. Después de eso, la nada.

Los meshwesh, nómadas que habitaban el desierto occidental desde hacía varios siglos —lo que los convertía en uno de los más antiguos enemigos de las urbes erigidas a ambas orillas del Iteru—, lanzaban frecuentes ataques, aunque casi nunca con ánimo de conquista —apreciaban demasiado su tradicional estilo de vida—, sino en forma de incursiones de rapiña: ataques velocísimos con los que pretendían tomar por sorpresa a los habitantes de las ciudades. Buscaban hacerse con un buen botín en las zonas agrícolas y ganaderas ubicadas extramuros, antes de que desde la ciudad pudieran reunir y enviar tropas en número suficiente para causarles problemas. Cuanto esto sucedía, se retiraban con igual celeridad al abrigo de las «tierras rojas», acepción con la que los kemitas se referían al desierto que se extendía hacia el oeste, y al que —desde la llegada de los «hekau»— ninguna otra caravana había vuelto a viajar después de que se perdieran para siempre las pocas que lo hicieron.

Última noche en la Tierra (PAUSADA)Hikayelerin yaşadığı yer. Şimdi keşfedin