Epílogo

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Tres años más tarde

Dicen que los lugares nunca se mantienen iguales. Que, año tras año, van cambiando a la vez que lo hacen sus habitantes. Que van evolucionando y mejorando con el paso de los años.

No es algo que pueda decirse de esta ciudad, pero sí de sus habitantes.

Una de sus carreteras, la más lejana de todas, ha ido mejorando con los años y, lo que antes equivalía a varias horas de trayecto para llegar a los pueblos que tocan la playa, ahora son tan solo cincuenta minutos. Muchos jóvenes universitarios se trasladan a menudo por ella para visitar a sus familias, mientras que otros, ya más crecidos, han dejado de hacerlo.

En uno de esos pueblos, una familia que antes era de siete ahora es tan solo de cuatro. Mientras que los hermanos mellizos siguen trabajando en un garaje destartalado que les da más disgustos que alegrías, sus padres se pasan el día paseando y hablando. Hablan de su hija mayor, cuyo hijo almuerza en su casa de vez en cuando. Hablan también de su segundo hijo, que decidió seguir la carrera de entrenamiento deportivo y llama de vez en cuando para preguntarles qué tal están.

Pero de quien más hablan es de su hija pequeña. Aquella niña a la que durante tanto tiempo vieron incapaz de hacer nada, que se escondía entre las líneas para no enfrentarse al mundo que la rodeaba. Aquella que, cuando más los necesitaba, tan solo recibió dudas ante su verdad. Ahora es pintora, dicen. Ahora vive en una gran casa en la capital, añaden. Ahora es más feliz que nunca, admiten. Ahora es su mayor orgullo, exclaman. Ahora es ella quien les ha dado la espalda, callan.

En ese mismo pueblo, otro hombre piensa en ella. Considera ponerse en contacto, aunque sabe que es inútil. Ha visto fotos y sabe que es feliz. Se pregunta por qué él, después de tantas relaciones desastrosas, sigue sin congeniar con nadie. Y piensa, mientras organiza la gasolinera de su padre, en todas las cosas que podría haber hecho y las pocas que hizo por apartar el mundo de su lado. Piensa que se merece algo mejor. Piensa en lo injusta que fue aquella pintora al denunciarle. Piensa en que debería ser él quien tuviera una casa, una familia y gente que lo quiera. Lo que no piensa jamás —y quizá sea la razón por la que está solo— es que el problema pueda ser él y no los demás.

Carretera arriba, mucho más allá del pueblo y sus playas, empieza la ciudad. Empieza la universidad. Empieza también la zona de fábricas abandonadas.

En uno de sus pisos, una mujer lee un libro de recetas para principiantes. Pese a haberlas intentado todas, siguen sin salirle demasiado bien. Su marido, desde el sillón, suplica para sus adentros que no vuelva a intentarlo, aunque tiene claro que fingirá que le encanta de todas maneras. También piensa en su única hija, que ya no vive con ellos pero los visita cada semana. Se pregunta si tendrá que recibirla con una bandeja de cupcakes medio quemados. Seguro que le hará gracia y terminarán comiéndoselos en la azotea, sin importarles que el sabor sea mejor o peor.

Justo en el piso que tienen delante, una mujer se dedica a organizar lo que hará esa semana. Se ha pasado tantos años pendiente de lo que querrían los demás que a veces le cuesta, pero se esfuerza. Ya ha encontrado un grupo de amigas con las que jugar al mus todas las semanas, un curso de inglés en una academia cercana y un buen cuidador que la ayuda a sus quehaceres de casa. Igual que su querido nieto mayor, claro, que siempre está ahí para ella. Se pregunta qué puede cocinarle esta semana para cuando vaya a verla.

Agradece en silencio el regalo que le hizo su suegra al fallecer, ya unos años atrás. Agradece que le dejara este piso, porque su antigua casa era demasiado grande para ella sola. Todavía sonríe cuando piensa en la carta que le dejó la mujer en el testamento. Le pidió que muriera con una botella de whisky en la mano y se dejara de tanto aburrimiento. Intenta no beber mucho alcohol, pero sí que se esfuerza por no aburrirse. Y, honestamente, no le va nada mal.

Las luces de febrero #4Where stories live. Discover now