Capítulo 1

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 Esa mañana el aire se respiraba puro, el sol incendiaba el capó de los taxis que esperaban en su parada, frente a la estación de Vinaròs, a que alguno de aquellos trenes trajera algún posible cliente con la necesidad de trasladarse al centro de la ciudad o hacia alguna población vecina. En el interior de la estación los trenes llevaban su horario con extrema puntualidad, acorde con la hora que marcaban las agujas del reloj colocado entre las dos puertas de la cafetería. 

Eusebio Martín contaba con sesenta y cuatro años, era un hombre bajo y grueso; de él destacaban su espeso bigote y su considerable alopecia. Ese día de primavera, se encontraba en el andén central, tras la línea amarilla, a un metro y medio de la vía uno, viendo la estación frente a él, mientras esperaba el tren de las diez y cuarto procedente de Barcelona, en el que llegaba un viejo amigo. Eran las nueve y cincuenta y cinco cuando Eusebio observaba su reloj de pulsera. Levantó la cabeza y miró hacia atrás, a lo lejos se divisaba la Ermita de la Virgen de la Misericordia, donde se albergaba a su vez a San Sebastián, patrón de Vinaròs. 

Volvió a darse la vuelta. Frente a él, sin haberse percatado de su llegada, tenía un hombre alto y rubio, de constitución fuerte; los rasgos de su cara eran de una extrema rudeza y su nariz estaba aplastada, como la de un boxeador. El extraño se dirigió a Eusebio con un pronunciado acento ruso. 

—¿Dónde está? 

—No sé de qué me habla —aclaró Eusebio. 

—Sí lo sabe —replicó el ruso—. El objeto que trajo de Venecia.

* * * *

Entonces en la mente de Eusebio empezaron a aparecer las imágenes de su viaje a Venecia cuando se encontraba con su grupo observando el Puente de los Suspiros, desde otro puente. Mientras la guía les iba explicando la función que tenía en la antigüedad aquel puente cubierto, Martín se apartó hacia atrás para tomar una fotografía de aquel puente; de repente sintió un fuerte golpe, un joven que corría había topado con él, cayendo ambos al suelo. El joven se levantó y ayudó a levantarse a Martín. 

—¿Se encuentra bien? 

—Podrías ir con más cuidado, mira hacia delante cuando vayas corriendo —respondió Martín. 

—Lo siento mucho —dijo el joven—. ¿Cómo se llama usted? 

—Eusebio Martín. 

—Ha venido a Venecia de viaje, ¿verdad? 

—Así es —contestó Martín—. Mañana regreso a España. 

—¿De dónde es usted? —preguntó el joven que parecía impaciente por marcharse. 

—De España, ya se lo he dicho. 

—Yo me refería a qué ciudad —insistió el joven. 

—De una ciudad llamada Vinaròs —dijo Martín empezando a perder la paciencia—. ¿A qué viene tanta pregunta? 

El joven le alargó una bolsa. 

—Siento mucho haberle tirado al suelo. Por favor, acepte este obsequio como disculpa. 

Eusebio cogió la bolsa y miró en su interior. 

—No puedo aceptarlo. Martín alzó la cabeza, con la intención de devolverle la bolsa, pero vio que el muchacho ya había desaparecido. 

* * * *

El ruso permanecía inmóvil frente a Martín esperando una respuesta. 

—¿Quién es usted? —preguntó Martín, con un leve temblor de voz, mientras su garganta se secaba. 

—Mi nombre no le importa, ese objeto le fue robado a mi jefe. Tengo órdenes de recuperarlo, sea como sea —dijo el ruso—. Así que no me hagas enfadar y dime: ¿dónde esta? 

—Pero... pero yo no... yo no lo tengo, no lo tengo —respondió Martín tartamudeando. 

En ese mismo instante los altavoces anunciaban la llegada del tren procedente de Valencia, dentro de cinco minutos, en el andén central, vía tres. 

El ruso empezaba a impacientarse, cogió a Eusebio por el cuello de la camisa y le preguntó de nuevo. 

Martín le respondió aterrorizado: 

—Se lo di a otra persona. 

El tren, que iba a efectuar su llegada en cualquier momento, empezó a oírse en la lejanía. 

—¿A quién se lo dio? —preguntó el ruso. 

Eusebio giró la cabeza, sin responder. 

—Dígame su nombre y le dejaré marchar. 

—¡No! —respondió Eusebio—. Por favor, no. 

El tren comenzaba a entrar en la estación. 

—¡Su nombre! —gritó el ruso una y otra vez mientras agarraba a su víctima con más fuerza, acercándoselo—, ¡su nombre! 

Sin soportar más la tensión Eusebio cedió, terminando por decir el nombre, mientras sus ojos se llenaban de lágrimas por haber traicionado a un amigo. 

—Es penoso ver a un hombre lloriquear —dijo el agresor. 

Con toda su rabia, el ruso giró bruscamente sus brazos, arrojando a Martín hacia la vía tres, en el mismo instante en el que efectuaba su entrada el tren procedente de Valencia, que arrolló el cuerpo de Eusebio, ante la mirada de perplejidad de la gente que esperaba el tren en el andén principal. 

El ruso salió corriendo hacia el paso subterráneo, cruzándolo y saliendo por el andén principal, corrió cruzando por delante del edificio de la estación y de la gente que no se atrevían a cortarle el paso, hasta la rampa para minusvalidos colocada en el lateral, bajó por ella hasta llegar a la parada de taxis situada justo al lado, y subió a uno. 

—¿A dónde vamos? —preguntó el taxista. 

—Al centro de la ciudad —respondió el asesino. 

Mientras el taxista ponía el motor en marcha, el ruso cogió su teléfono móvil, marcó un número y se llevó el aparato a la oreja. 

El taxi aceleró girando hacia la izquierda hasta desaparecer de la vista de la gente aglomerada en la puerta de la estación, sorprendidos por lo que acababan de presenciar. 

La máscara de VeneciaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora