Capítulo 1. Maldición

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Nací en un pequeño pueblo al norte de los Estados Unidos. Un lugar donde aun se creía en la magia, en las leyendas y los seres fantásticos. Donde los grupos de gobernantes y políticos no existían, donde el líder del grupo era el más sabio, el más fuerte, el que podía protegernos contra todo.

Mis padres crecieron juntos en el pueblo, orgullosos de sus raíces y dispuestos a hacer todo por el pueblo. Mi madre era la hija del líder: sabía, hermosa, inteligente, astuta y orgullosa. Era la luz de los ojos de mi abuelo, su más grande satisfacción, su más preciado tesoro. Mi padre era más joven que mi madre, sin embargo era el hombre con más magia del lugar, un hombre silencioso, pero con mil ideas en la cabeza. Había escuchado decir que eran como el agua y el aceite, una extrovertida y el otro introvertido, fuego y agua, pero juntos eran invensibles, explosivos. Su amor era tan grande como el amor al pueblo, a las raices, a las tradiciones. Su unión era esperada y el anuncio de mi llegada lo hizo simplemente extraordinario. Todos auguraban un futuro prometedor, exitoso y lleno de dicha.

¡Qué error!

La desgracia empezó antes de nacer. Cuentan que era una noche oscura, sin luna o alguna luz que lograra iluminar el pueblo. Mi madre empezó a quejarse sin aviso previo, nadie esperaba que naciera tan pronto y de forma tan inesperada. Las quejas de mi madre se volvieron tormentos. Nadie en el pueblo la podía ayudar, las parteras habían salido confiadas en que no pasaría nada y a kilómetros no había un médico que la atendiera. La única esperanza era aquel chupasangre que estaba del otro lado de la colina, pero nadie fue por él, preferían que mi madre y yo muriéramos a romper el pacto y salvar las vidas.

Efectivamente, mi madre no aguantó el dolor ni perder tanta sangre. Dicen que rogaba me sacaran de ella para que tuviera una oportunidad para vivir, ella sabía su final y deseaba que yo no tuviera el mismo fin. Mi abuelo le pedia que aguantara, decía que podía tener ella otro bebé, pero él no podía tener otra hija. Pero ni los ruegos, ni las suplicas le ayudaron. Ella pudo expulsarme con las pocas fuerzas que le quedaron, pero apenas al primer respiro de mi ser, ella dio el último. 

A veces me pregunto: ¿Qué culpa tenía un bebé por nacer? Nadie pide llegar al mundo, y mucho menos se pide el sacrificio de una madre. ¿Qué culpa entonces tenía yo por haber nacido?

Mi padre veló a mi madre día y noche, la sepultó, le lloró desconsoladamente. Yo no recuerdo su rostro, ni sus palabras de desconsuelo, pero en mi pecho, simplemente al recordarlo, me invade una tristeza que jamás conocí de nadie, un vacio profundo y el corazón roto.

A pesar de todo, es el único recuerdo que tengo de él. Cuentan que apenas se supo de la muerte de mi madre, el pueblo vecino, nuestro enemigo natural, planeó una invasión que uniría manadas. Mi abuelo, estratega nato, planeó un contrataque exitoso que alejó al pueblo vecino, sin embargo entre los pocos caidos de esa lucha se encontró mi padre. Nadie podía creerlo, era demasiado bueno para morir en manos de enemigos tan débiles... pero su tristeza lo llevó a encontrar la muerte en manos del que menos imaginaría. 

Mi custodia fue automáticamente a mi abuelo materno, el líder, un hombre viejo, resentido y dolido por la muerte de su única hija. Ese abuelo que desde el inicio no me aceptó, decía que yo no podía ser un buen hombre en el futuro si inicié la vida matando a la mujer que me dio la vida. Nadie así podía ser bueno, aunque fuera su nieto.

Al año había pasado por la custodia de mi abuelo, que rápidamente me dejó con su esposa, pero la mujer ya era grande, y débil, y decidió dejarme en Canadá, donde mi tío, hermano de mi padre, me recibió como hijo suyo. Mi tío y su esposa no habían podido tener hijos, por lo que recibirme para ellos era una bendición, así que pasé los primeros años de mi infancia con ellos. Ellos, a comparación de mis padres, no poseían el nivel de magia de mis padres, y mi tío apenas podía convertirse en hombre lobo, lo que lo convertía en un hombre común para la comunidad, pero nunca lo fueron para mi. Recuerdo que el tiempo con ellos era felicidad, alegría y hermosas anécdotas de mis padres reales. Eran años reconfortantes para un niño necesitado de amor.

Pero jamás me he podido acostumbrar a estar mucho tiempo en el mismo lugar.

Cuando cumplí doce años, viajamos para visitar a mi abuelo y a la familia en Estados Unidos, era un viaje corto y sin importancia. Mi abuelo no me quiso recibir, aun estaba resentido con el asesino de su hija. Mi tío prometió recompensar el trago amargo que me hizo pasar mi abuelo en cuanto volviéramos a casa.

Nunca regresamos.

Tuvimos un accidente donde los dos murieron, yo me salvé sin más que rasguños. La gente decía que era un niño fuerte, con suerte y un destino grande, pero yo me sentía vacio, triste: había perdido a mi familia otra vez.

Mi abuelo de nuevo llegó por mi. Recogió los cuerpos para que fueran sepultados en la tierra donde nacieron y me llevó a su casa en donde apenas pisé, me encerró. Yo era como un ave de malagüero para él. No hablaba conmigo, pero hablaba de mi. Sabía que tenía que deshacerse de mi, según él yo era un peligro para el pueblo, para la comunidad, quien se acercara a mi estaba condenado a morir. La gente decía que no era verdad, que solo era un niño y yo lo podía escuchar y creer lo que decía.

Y lo creí.

Tan pronto pasaron los funerales, mi abuelo decidió enviarme a Europa, a un colegio inglés donde nadie sabría de mi, donde estaría lejos y no haría daño. No opuse resistencia, me fui creyendo que todo lo que decía era verdad, tratando con todas mis ganas que nadie se me acercara. Era un peligro y siempre lo sería.

Ese lugar era peor que una cárcel. Me trataban mal, nos exigían disciplina, limpiar, cocinar, ser criados, castigos con golpes, gritos, humillaciones. No lo podía permitir. Me rebelé tan pronto como pude. Defendía a mis compañeros de ser tratados peor que animales. Golpeaba a los maestros, a los abusivos, me hice de enemigos rápidamente, aunque para mi sorpresa, me hice más de amigos. Ellos me aclararon que no era un peligro, que sólo era un chico, que la muerte de los que me rodean no es que yo la provocara, era suerte, destino, nadie podía detener la muerte.

Confié en sus palabras, me alenté y decidí seguir mi camino. No pensaba quedarme en un sitio donde mi abuelo sólo quería deshacerse de mi. Si lo que quería era que jamás volviera, eso iba a hacer, pero donde yo lo decidiera.

Una noche, parecida a la que yo nací, me escapé, agarré lo poco que tenía y huí de ahí. Me dediqué a escapar de Londres, me iría de Inglaterra, si mi abuelo se enteraba de mi fuga quizás me buscaría para encerrarme en una cárcel real y eso no lo permitiría.

Llegué a una terminal de autobuses, tenía unas libras esterlinas en el bolsillo, producto de lo que había ganado mendingando, eso era suficiente para salir de ahí. Pagué a alguien para que comprara el boleto y colándome con la gente me monté al autobús que me llevaría fuera de Inglaterra.

Mi destino era Calais y una nueva vida lejos de la sombra de cualquier maldición...

O al menos, eso creí.

La sombra de una maldición.Where stories live. Discover now