Capítulo 4

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Las vacaciones de verano siempre eran buenas para el bolsillo: durante las vacaciones, los restaurantes siempre estaban llenos, tanto de turistas como de personas que querían romper la rutina, sin embargo, Marzia había cogido una infección respiratoria que no solo había resultado costosa, sino que —pese a las protestas de ella—, había obligado a Ataleo a quedarse en casa, por más de una semana, para cuidarla.

Leo intentó mirarle el lado positivo: al menos podían pasar unos días juntos. Ella, en cambio, estuvo tensa todo el tiempo y, a penas se encontró mejor, corrió a buscar cómo ganarse algo de dinero; decía que debían reponer no solo lo que habían gastado en sus medicamentos, sino lo que había perdido él... Pero no había podido conseguir más que trabajos eventuales —extenuantes, de sol a sol—, que habían concluido, también, con el periodo vacacional.

Y aunque nada de eso había estado tan mal —ellos siempre encontraban la manera—... se llegó el primer viernes de septiembre. Aquel día tenían que agendar su horario para el nuevo semestre y ambos acudieron a la biblioteca de la universidad, como ya era su costumbre..., pero solo Leo pudo hacerlo. Cuando Mariza lo intentó, cuando ella introdujo su código y contraseña en el sistema, este le arrojó un aviso con letras grandes y rojas, avisándole que debía acudir a Control Escolar.

Marzia no se sintió sorprendida y, en realidad, Leo tampoco... pero él sentía una opresión en el pecho; lo sentía como su primera pelea perdida y... «La primera de muchas» dijo algo en su mente, ajeno a él..., como un presagio.

Tres días después, en lunes, Leo permaneció en su cama, mirando al techo, cuando sabía que debía levantarse y ducharse para ir a la universidad. No lo hizo porque... no lo había hecho antes sin Marzia; no sin un motivo válido, y que la hubiesen expulsado a ella, era válido... no era justo. Era a ella a quien más le importaban los estudios..., y había sido ella quien había perdido más, junto a ese bebé —ese mes se cumplía ya un año de su perdida—. El bebé de él... El bebé que él no había sido capaz de cuidar... Y seguía arruinando a Marzia —la mayor parte del tiempo, Leo se sentía triste y culpable, y el resto del tiempo, enojado—. Por más que lo había intentado, no había sido capaz de reunir nada de dinero para entregar a ese docente sin ética ni humanidad.

Marzia, a su lado, continuaba dormida. O al menos eso creía él. Se levantó para orinar y después le cocinó algo a su novia; a ella le gustaba desayunar panqueques con tocino, pero él preparó huevos revueltos e hizo jugo de naranja, pues no quería que ella pensara que estaba intentado estúpidamente consolarla con un desayuno.

No lo logró porque, cuando ella dejó la cama —justo cuando él terminaba de servir los platos—, ella solo frunció el ceño... y no preguntó por qué él no estaba ya de camino a la universidad.

Al día siguiente, a pesar de continuar sintiéndolo una gran falta de respeto, Leo tuvo que levantarse —salió de la cama intentado no despertarla—, y acudir a clases: ya tenía suficiente con no llevar los materiales completos, como para agregarle también innumerables faltas a la lista...

Y aunque ahí, en el campus, se sentía solo e incompleto, logró quedarse hasta el mediodía... que fue cuando la vio: Marzia estaba en Control Escolar recogiendo sus papeles —ya, era oficial: ella estaba fuera de la universidad—, y él no pudo hacer más que observar, a distancia, en silencio, hasta que ella salió por la puerta número tres. No hizo por hablarle, por acercarse..., le habría parecido casi una burla.

Leo tuvo la certeza de que iba a llevarle un tiempo poder mirarla de frente sin sentir vergüenza.

Luego de clases se marchó al restaurante —donde dejó caer dos veces la charola con trastos y comida— y, cerca de las once de la noche, cuando ya limpiaba su última mesa —comprobando la poca propina que le habían dejado—, alguien, muy cerca de él, lo llamó por su nombre. Leo no se sorprendió: algunos clientes solían tener la amabilidad de aprender su nombre y no solo lo llamaban «Disculpa...», pero entonces reparó en que estaba limpiando su última mesa. Se volvió, atento, de cualquier manera, y aunque por poco no la reconoció —solo había hablado una vez con ella—, al hacerlo se sintió fastidiado: Vittoria Moro se hallaba sentada en la misma mesa donde lo había abordado tres meses atrás y, con una sonrisa amable, pequeña, le dijo:

La sombra de la rosa ©Where stories live. Discover now