Capítulo 11

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Los siguientes tres días, Ataleo Pagano los pasó frente a la casa; era una zona antigua y bonita de la ciudad, cuyas calles eran en su totalidad piedrecillas y adoquines, y había cafeterías pequeñas por doquier, por lo que pudo pasar de negocio en negocio, fingiendo beber café o almorzando en cada uno, sin llamar la atención.

Llegaba por las mañanas y se iba ya tarde; Marzia no preguntaba dónde había estado durante todo el día: ella creía que él seguía yendo a la universidad y aún tenía trabajo —Leo no había regresado al Il Gatto Nero después de saber en dónde vivía la mujer embarazada... o qué casa abandonada invadía; apostaba más por la segunda opción—.

Sin embargo, en tres días, no la vio salir ni una sola vez —ni a ella ni a nadie más miró salir de esa casa—. Ni siquiera para a tirar basura —¡¿qué clase de gente podía vivir así?!—. Aunque, por otro lado... eso, su aparente soledad, le hacía pensar en que no había un novio, ni un esposo... y lo intrigaba más: ¿dónde estaba el padre de ese niño?

En momentos Leo temblaba de nervios. Quería creer que no era ella. Seguramente una persona así no tendría la capacidad económica para la compra de... un bebé.

Al cuarto día, finalmente, ella salió de su casa. Vestía un pantalón de maternidad, de mezclilla, y una blusa oscura que no le ocultaba la pancita. A la distancia la analizó: sucia no se veía. Ella no estaba maquillada tampoco, pero sí se había peinado con un chongo justo arriba de la nuca. La siguió; por fortuna, ella no tomó ninguna clase de transporte para llegar a su destino: una pequeña clínica de maternidad a unas calles del Il Gatto Nero.

El muchacho ingresó a otro café y pidió un expreso, vigilando atentamente la entrada de la clínica. Una hora después, ella salió; llevaba entre las manos algunas impresiones de... Leo supo lo que era eso: a Marzia y a él les habían entregado uno similar cuando los médicos hicieron el primer ultrasonido de su bebito. De su uvita con brazos y piernas...

La siguió hasta su casa una vez más y la vio ingresar. Poco tiempo después, ella salió de nuevo —durante días no se asomaba, pero ¿salía dos veces la misma tarde?— y, cuando estaba por ir detrás de ella, una patrulla le cerró el paso.

«Genial...»

—Buenas tardes —saludó Leo al oficial que bajó primero, escudriñándolo.

—¿Buscas algo? —le preguntó el uniformado a cambio.

Él no supo qué responder.

—Tenemos un informe —siguió el oficial que conducía, pero que ya bajaba del auto—: Hombre joven, vaqueros azules y playera gris, alto, delgado, ojos claros... Se ha pasado días rondando negocios de la zona, y no deja de mirar hacia la casa de una muchacha que vive sola.

»¿Buscas algo? —interrogó de nuevo.

Ataleo apretó los labios.

—Trabajo —fue lo único que se le ocurrió decir—. No sé quién viva ahí, pero la casa está muy deteriorada y se ve ocupada —insinuó.

—¿Y por qué no llamas a la puerta? —continuó el oficial, incrédulo.

—Ya lo hice —mintió él—. Varias veces...

—¿Y si no te abren...

—¿Estoy cometiendo alguna falta, oficial? —se escuchó preguntar, irritado—. ¿He cometido algún delito? —¿Qué era lo peor que podría pasar? ¿Qué lo detuvieran? Odiaba las putas leyes, pero... sabía que no había cometido ningún delito. ¿De qué iban a acusarlo? ¿De estar bebiendo café y comiendo sándwiches en restaurantes?

Los oficiales se miraron entre sí.

—¿Me muestras una identificación? —le pidió uno de ellos.

Leo suspiró y... se descubrió sacudiendo la cabeza. Estaba harto.

—Creo que... me gustaría ver la orden judicial para que inspeccione mis documentos —que lo detuvieran de una puta vez. Ya... Que lo sacaran de esa zona y lo obligaran a volver a la suya... con Marzia—. Si no la tiene, con permiso —se despidió y pasó de ellos.

Los policías no lo detuvieron.

Y en cada paso que daba, Leo sentía su corazón golpeando con fuerza. ¿Qué le pasaba? Así no era él... Caminó más lento, intentado tranquilizarse. Estaba por llegar a la calle principal, ahí donde estaba el Il Gatto Nero, ahí donde había tantos comercios, cuando chocó contra alguien...

Las naranjas y manzanas cayeron de la bolsa depapel que ella abrazaba, y rodaron entre los pies de ambos mientras que elcorazón de Leo se detenía por un momento —¡Dios!—. Por su parte, ella abrió susojos castaños cuanto podía, dio un respingo y, su expresión de sorpresa, no fuela de alguien que choca contra un desconocido...

 Por su parte, ella abrió susojos castaños cuanto podía, dio un respingo y, su expresión de sorpresa, no fuela de alguien que choca contra un desconocido

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La sombra de la rosa ©Where stories live. Discover now