Capítulo 4

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Emitió un chillido que a oídos de otro merodeador noctámbulo habría sonado como el grito de un moribundo. Su cerebro, sumergido en los estimulantes efectos del agua hilarante, lo interpretó como una carcajada: una carcajada larga y alegre de las que se sueltan entre amigos. Solo que sus amigos, que en aquellos momentos estaban volando mucho más alto que él, habían encontrado a una muchacha bonita escondida en la sombra de una esquina. Tuvieron que ser un poco rudos, pero, a fin de cuentas, era una mujer. Tras algunas bofetadas y una que otra amenaza, terminó de espaldas, llorando calladita mientras un tipo desconocido la embestía entre las piernas con furia desenfrenada. Él pudo haber esperado su turno, mas aquella noche se sentía impaciente, así que decidió separarse de la pandilla y buscarse su propia puta. Siempre había mujeres que preferían enfrentarse a las calles antes que permanecer en sus casas. Y siempre estaban ellos para encontrarlas.

Se relamió los labios resecos al divisar una figura femenina en el centro del túnel que ahora era su visión. Debía de estar buscando una buena cogida, pues caminaba por el medio de la calle sin urgencia en los pasos ni temor en su postura. Además, era bonita; sería una descortesía no darle lo que quería. Decía bonita, pero qué coño, con el agua hilarante, todas las mujeres estaban buenísimas y tirárselas era lo mejor del mundo: se sentía que llegaba hasta los huevos. 

Le silbó. Ella no reparó en el sonido. Pensó por un instante que quizás estaba loca, pues miraba a todos lados como si buscara algo, algún secreto escondido entre las grietas de los ladrillos de piedra o algún hilo invisible en el aire. Quizás ella también estuviera drogada. De ser así, le facilitaba muchísimo las cosas.

Esperó a que se le acercara y, cuando le pasó por el lado y se rozaron, el contacto le resultó tan estimulante que no pudo evitar agarrarla por el brazo y torcérselo un poco. Ella se detuvo un instante, miró donde estaba presa y se deshizo de su agarre con un empujón que lo hizo caer sobre sus asentaderas. Al alzar la mirada, se encontró con un fulgor violáceo. De haber estado lúcido, habría sentido un escalofrío atroz con solo estar cerca de ella y su corazón habría estallado de terror si sus miradas se hubieran cruzado. Pero el agua hilarante borraba los mecanismos más básicos del miedo, así que lo que él sintió fue ira, y tan pronto como ella le dio la espalda para seguir contando ladrillos, la humillación enardeció su rabia como la gasolina alimenta una hoguera. 

Se levantó de un salto y la embistió. Fue como estrellarse contra una pared de basalto: el envite ni siquiera la movió. Él permaneció en aquella postura, con la cabeza pegada a sus costillas y los brazos en torno a sus caderas, halando y empujando para tumbarla. Entonces, oyó un gruñido reverberando desde el interior de su cuerpo y se detuvo. Los perros gruñían. Los leones gruñían. Los monstruos gruñían. Las mujeres no.

Alzó la mirada y, una vez más, se encontró con esos ojos violáceos observándolo desde arriba. Y aquella vez, la droga no pudo protegerlo. Aquella vez, lo que vio fue tan horrible que destrozó su cordura de un solo mazazo. 

Apartó los ojos y quiso gritar, pero una mano putrefacta, llena de agujeros de los que asomaban gusanos viscosos, se posó en su boca y apretó. Apretó hasta que su mandíbula crujió como un trozo de madera seca. Él emitió un chillido que se ahogó en la carne pestilente: el grito de un moribundo. Entonces ella, eso, lo recostó con suavidad, como una muchacha juguetona que empuja a su amante al calor de una cama. Se sentó a horcajadas sobre él, temblorosa de deseo, y de su boca repleta de hileras de dientes comenzó a chorrear una glutinosa baba negra. Lo último que vio fue que se inclinaba sobre él y que su pelo enmarañado y canoso caía sobre ellos en cortina. Dolor. Ya no supo más. 

Sarket despertó con un sobresalto y con la camisa empapada en sudor. Se apoyó sobre los codos, jadeante, e hizo acopio de fuerzas para sentarse, pero descubrió que sus extremidades no podían levantar su peso porque temblaban sin control. Se dejó caer, tan horrorizado que no se percató del desbocado latir de su corazón. «¿Qué… qué fue eso? —se preguntó al oír el sonido de garras arañando su ventana. Solo eran unas ramas azotadas por el viento—. Calma, calma». 

Cazador y presa [Los moradores del cielo #1]Where stories live. Discover now