Capítulo 8

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Se metió las manos en los bolsillos para aplacar el frío y asir el mango de su navaja. Era sabido que los tiempos que corrían no eran buenos, incluso con la cantidad de cerdos merodeando por las calles. Inútiles todos ellos, con sus placas relucientes y sus uniformes recién planchados. Preferían ver morir gente a despeinarse.

Continuó a paso rápido por la avenida, zigzagueando para evitar aquellos puntos a los que las luces de las farolas no llegaban. Se encontró con un borracho, un pobre imbécil con más alcohol que sangre en las venas, y con una puta que, por más que se esmeró por retenerlo, no hizo siquiera que aminorara la marcha. Era mejor no mezclarse con esa gentuza. 

Al pasar junto a un callejón, le pareció vislumbrar un resplandor que le hizo girar la cabeza. Se topó de lleno con unos ojos violáceos. Su mano, cuyos dedos yacían en torno a la navaja, no pudo sino crisparse y comenzar a temblar con violencia. Apartó la mirada y siguió por la avenida. Él estaba a salvo. Estaba en la luz. 

Pasado un momento, miró atrás y vio que ella estaba ahí y que lo seguía con sus horribles ojos bien abiertos. Sus pasos cobraron velocidad en respuesta a su deseo de acercarse a la siguiente farola lo más pronto posible. Cuando por fin lo llevaron al círculo de luz, se giró una vez más para verla. Ella se detuvo en seco.

—¿Se le ofrece algo? —le preguntó en un tono llano, cortés. En la seguridad ficticia de la luz, se sentía fuerte. Por fin logró asir la navaja con firmeza. 

—¿E le ofurece arugo? —repitió ella, y un escalofrío le trepó por la espalda como una araña. La mujer dio un paso adelante.

—Quédese ahí. —Resurgió el miedo. Algo andaba mal con ella, con eso: sus ojos, su rostro, su voz, o tal vez todo. Cuando estuvo lo suficientemente cerca, oyó que olisqueaba el aire y vio que babeaba. O sangraba, pues su saliva era oscura y espesa como la brea—. No se acerque, se lo advierto…

Antes de que pudiera sacar la navaja, ella cerró el espacio que había entre ellos con movimientos cimbreantes, lo tomó de los hombros con gentileza y se inclinó para olerlo más de cerca. Su hedor, una insoportable mezcla de polvo, humedad y pescado podrido, le asaltó las fosas nasales con tal potencia que su glotis se contrajo y sintió una arcada. Entonces oyó el gruñido. Alzó la cabeza. Una criatura monstruosa le devolvió la mirada. 

—¿Ounde? —preguntó el monstruo, pero de él solo obtuvo un grito por respuesta. Le apretó los hombros—. ¿Dounde?

Consiguió zafarse con un alarido inhumano y rompió a correr. El hedor fue tras él. No se atrevía a mirar atrás, pues sabía que vería aquel cuerpo horrible de piel escamosa bamboleándose de una forma tan veloz como grotesca. Oía sus pasos, un interminable tacatacataca, y su aliento hediondo le golpeaba la nuca en violentas ráfagas.

De pronto, su rodilla se estrelló contra un banco que sobresalía y fue a parar al suelo cuan largo era. Se hizo un ovillo y dejó escapar un gemido de dolor y un sollozo, pero el miedo sirvió de anestésico y recordó la clase de demonio que lo perseguía. Se incorporó. O intentó incorporarse. Una pata se posó sobre su pierna herida y la criatura fue subiendo por su cuerpo, entre caminando y reptando. Pronto, su boca estuvo cubierta por un apéndice viscoso que no le dejó pedir ayuda. Lo envolvió y lo arrastró hacia el callejón, donde solo llegaba la luz de esos ojos violáceos. Hubo un gorgoteo, y nada más.

 

Sarket despertó de golpe, jadeando sin control y cubierto por una película de sudor frío. Una poderosa sensación de vértigo le provocó arcadas tan violentas que terminó en el suelo. Tomando una bocanada de aire, se encerró en sí mismo y se concentró solo en su respiración. Inhaló lentamente. Exhaló hasta vaciarse. Uno. Inhaló. Exhaló. Dos…

Cazador y presa [Los moradores del cielo #1]Where stories live. Discover now