Capítulo 24

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Sarket se incorporó, tomándose el tiempo incluso de sacudirse los pantalones. Sintió la espalda de Will contra la suya. Si el pelirrojo tenía miedo, lo ocultaba muy bien. Sus puños alzados y tensos denotaban fuerza. Sarket desearía tener su firmeza; el tubo le temblaba en las manos de manera tan evidente que ni siquiera un niño le tendría miedo.

Había seis criaturas en los tejados y posiblemente otras diez más muy cerca, en las calles. No había que ser un genio matemático para darse cuenta de que las probabilidades estaban en su contra. Uno de ellos, un hombre joven, alto y fornido, dio un paso adelante. 

—Suelta eso, niño —dijo con una voz suave que de igual modo resultó dolorosa para sus oídos—. Si cooperas, no te haremos daño.

Sarket apretó los dedos en torno al tubo, sintiéndose avergonzado por su temblequera y horrorizado al comprobar que eran lo suficientemente inteligentes para hablar. Como para burlarse de su patético intento, el hombre se acercó… y se transformó: su piel se tornó negra como el fondo de un pozo de agua estanca; su columna se elongó hasta formar una cola repleta de púas; su centro de gravedad se trasladó hacia delante, con lo que sus gruesos brazos se posaron en la techumbre convertidos en patas. Sarket oyó un gritito; quiso pensar que no había sido él.

¿Era una hiena o un huargo? Estaba hecho de una sustancia que parecía ser un gas negro, pues se movía con el viento, pero era pesado: las tejas crujían bajo sus patas terminadas en zarpas. Solo sus ojos se veían sólidos. Sus ojos, sus garras y las largas hileras de dientes enormes, de los que colgaban jirones de carne. 

El monstruo avanzó inmutable. Cuando estuvo tan cerca que ellos podían oler su fetidez, regresó a su forma humana. Sarket podía golpearlo con tan solo dar un paso; podía hacerlo y matarlo como al otro, pero entendió por su mirada un mensaje tácito: no temían morir. Y entendió otra cosa mucho más aterradora que la primera: comprendían el efecto del miedo.

—Mierda —murmuró Will. Esta vez, si se le notó temor en la voz —. Polio roja.

—¿Polio? —inquirió Sarket en voz muy baja. 

Entonces recordó que el peor miedo de Will era una epidemia que había atacado Bretania sin aviso, una enfermedad que se asemejaba a la polio en la atrofia muscular que producía. La nueva cepa, más agresiva, casi siempre paralizaba también el diafragma y desgastaba la piel, creando pústulas y heridas abiertas que supuraban. Tras unos pocos días, no se podía reconocer a un enfermo de otro: eran iguales en su deformidad y en su destino. Esa fue la enfermedad que acabó con los dos hermanos mayores de Will y con su madre, y la subsecuente guerra forzó a su padre a huir del país con el único hijo que le quedaba

—No es polio roja —le dijo. De pronto, sentía menos miedo. Miró al hombre a los ojos—. Solo es una ilusión barata. —El monstruo no pareció ofendido por la provocación—. ¿Qué quieres?

—Hablar.

—Podías hacer eso desde allá.

—Solo queríamos asegurarnos de que te comportarías de manera civilizada. —Sarket bufó sin poder evitarlo. ¿Cómo no reírse cuando un grupo de monstruos le pedía que se comportara de forma civilizada?—. Por lo que vemos, no funciona. 

—A decir verdad, no. —Era una bravuconada; su miedo seguía latente, pero era mejor hacerse el duro por ahora. Los krossis lo querían vivo e ileso, sin siquiera un pelo fuera de lugar. De otro modo, no podrían usarlo de carnada. Necesitaba saber cuánto entendían del comportamiento humano y qué tan diplomáticos eran. 

—¿Considerarías un trato?

«Gracias a los dioses».

—Tal vez sí, tal vez no —replicó como quien no quiere la cosa. 

Cazador y presa [Los moradores del cielo #1]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora