2. El montaraz

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La niña intentaba aislarse del frío de las primeras horas del día juntando los brazos alrededor de su cuerpo. Era en vano, puesto que sus pequeños brazos no abarcaban nada. Un cuervo negro iba de un lado para otro cerca de ella, picoteando todo lo que encontraba, y a veces hasta subiéndose al hombro de la pequeña. Claramente, era huérfana, y extranjera. Nadie la había visto nunca allí. Nadie reparaba en ella al pasar. Tenía la piel despellejada por el sol, morena, con el pelo castaño, sucio y enredado. Sus ojos eran oscuros, pequeños, y tenía una expresión tranquila y paciente, como si esperara que llegara alguien.

Una pulida manzana aguardaba en su mano. La piel del fruto, limpia y pulcra, destacaba con la sucia piel de la niña.

Escuchó los cascos de un caballo sobre el húmedo suelo. El cuervo graznó.

Ella levantó la vista, como si hubiera estado esperando la señal del cuervo.

Una yegua de color gris ceniza avanzaba hacia ella por la calle. La montaba un muchacho.

Era un montaraz.

A la vera del corcel había otro animal, un perro. La niña se fijó mejor y se dio cuenta de que era un lobo, de pelaje gris, grande y fuerte, pero no se asustó cuando sus ojos se cruzaron con los ambarinos de la bestia.

El joven desmontó y dejó la yegua fuera de la taberna. La niña se le quedó mirando, aún frotándose los hombros con las manos, intentando entrar en calor.

El montaraz se la quedó mirando un momento, como si le sonara aquella mirada de tranquilidad, una mirada esperanzadora y cruel a la vez. Al cabo de unos segundos, el joven se relajó, le sonrió y se llevó la mano al broche de latón que le sujetaba la capa al cuello.

Agarró la capa, de tela basta y marrón, y se acercó junto a la niña. El cuervo se apartó de allí, pero se quedó mirando al montaraz a lo lejos. Él se puso en cuclillas a su lado para que sus ojos estuvieran a la altura de los de ella. Cogió la capa, rasgada y mugrienta, y se la colocó con cuidado a la niña sobre los hombros. Ella, sin cambiar su seria expresión, se ajustó para acomodarse, y dejó de tiritar.

El lobo que aguardaba al lado de la yegua se acercó también. Agachó la cabeza frente a la niña, como si le hiciera una reverencia. Ella alargó la mano y le acarició la cabeza, sin miedo.

El montaraz le sonrió, y se quedó mirándola unos instantes, antes de levantarse. Entonces la niña le agarró de la muñeca con firmeza, con más fuerza de lo que el joven hubiera esperado. Se quedó mirando los ojos grises del montaraz durante unos instantes eternos, antes de levantar la mano con la que sostenía la manzana.

El montaraz miró el fruto con simpatía. Al final sonrió y cogió la manzana. La niña asintió con la cabeza y se cruzó de brazos de nuevo para mantener el calor.

El joven sostuvo la manzana en sus manos con dedicación, dando un par de pasos hacia la puerta de la taberna. Se quedó mirando con extrañeza a aquella niña en la que nadie había reparado.

Miró al lobo una sola vez, y el animal se giró hacia él, como si le hubiera llamado en silencio. Se dio la vuelta y se colocó junto a la yegua, echándose para descansar, como si hubiera recibido una orden.

El montaraz entró en la taberna.

El cálido interior se había llenado de aquellos mercenarios que el pueblo había comprado para que resolvieran el asunto de los huargos.

Al menos veinte hombres descansaban bebiendo y jugando a los dados reunidos en torno a las mesas que habían dispuesto una tras otra.

El montaraz avanzó, con la manzana aún en la mano, y se sentó en un taburete junto al mostrador. A diferencia de los barbudos y musculosos hombres de la mesa, aquel era joven, con el pelo negro y una raída túnica de viaje. La empuñadura de un cuchillo descansaba colgado de su cinturón.

Festín de AlmasWhere stories live. Discover now