3. La sombra

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Aquella noche, antes de que los mercenarios se lanzaran al bosque para dar caza a los huargos, Avryen trató de advertirles. No eran huargos, eran sombras, y seguramente tantos como ellos.

Pero nadie le hizo caso.

Y al cabo de unas horas, mientras Avryen se estiraba junto a Tenaz sobre las mantas cerca del fuego, los únicos cuatro supervivientes del grupo de mercenarios regresaron malheridos hasta el campamento.

Avryen examinó las heridas del que parecía estar más grave. Tenía la pierna desgarrada de tal forma que se le veía el hueso partido en dos. El montaraz no se echó atrás al llenarse las manos de sangre, sino que pidió que le trajeran un hacha. Uno de los mercenarios le trajo una, y luego fue a poner una espada al fuego para cauterizar la herida.

Muchos hombres y mujeres del pueblo se habían acercado ya al campamento para presenciar la escena, y algunos intentaban echar una mano.

—Atrás —dijo Avryen, simplemente, levantándose, y dejó caer con fuerza el hacha sobre la pierna del mercenario, que soltó un grito tan fuerte que retumbó por todo el bosque y la aldea. Después de dos hachazos más, la pierna quedó separada del resto del cuerpo. Avryen señaló el muñón sangrante y luego la espada al rojo vivo que habían colocado sobre el fuego—. Cauterizar la herida, ya.

Uno de los mercenarios hizo lo que le pedía mientras dos hombres locales sujetaban al herido para que no se sacudiera. La carne chisporroteó al contacto con el hierro candente. El mercenario seguía gritando.

—¿Hay más supervivientes? —preguntó Avryen volviéndose hacia los dos mercenarios que estaban siendo atendidos un poco más allá.

Uno de ellos asintió.

—Eso creo.

—¿Eran huargos? ¿Los visteis?

—No lo sé —murmuró el hombre con voz quebrada. No parecía herido aunque estaba muy débil. Avryen supo que no sobreviviría a aquella noche cuando se palpó el pecho y empezó a toser sangre—. No vi nada.

Avryen resopló y agarró su cuchillo. Tendría que comprobarlo él mismo. Le hizo un gesto a Tenaz.

—Quédate —le ordenó con tono autoritario. El lobo obedeció y se tendió en el suelo. Avryen se giró hacia el resto de personas allí reunidas—. ¡Que nadie entre en el bosque!

Avryen echó a andar por el bosque cuchillo en mano, siguiendo el rastro de sangre que habían dejado los mercenarios al regresar. Alguien le gritó que cogiera una antorcha, pero él lo ignoró. Quería pasar desapercibido.

Al cabo de unos minutos, Eira llegó al campamento de los mercenarios, donde estaba ya la mitad de la aldea, unos pocos ayudando a los escasos heridos y el resto preguntándoles qué había sido de los demás mercenarios.

Eira observó la escena con especulación. Llevaba sombría desde que había visto el cadáver del tabernero aquella mañana, pero ver lo que quedaba del grupo de mercenarios que había arribado al pueblo aquella mañana era sencillamente demoledor. Todos pensaban que aquellos hombres armados acabarían de una vez por todas con la amenaza de Daercgor, pero había sido al revés: la amenaza había acabado con ellos.

Vio a un perro tumbado en el límite del bosque, y al mirarlo fijamente se dio cuenta de que era más grande de lo que había esperado, y se percató de que era un enorme lobo gris. Sin embargo el animal la miró casi con ternura, y Eira se dio cuenta de que pertenecía a alguno de los mercenarios.

Uno de los que había sobrevivido hablaba con un grupo de pueblerinos que no dejaban de preguntar. El compañero que tenía al lado estaba morado y no podía respirar, con la mano en el pecho y tosiendo sangre. Eira se acercó hasta allí.

Festín de AlmasWhere stories live. Discover now