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—Hermosa mañana, lady Sarah —oyó decir Wulfric, y se giró a mirar.

Eran escasas las veces que podía verla, y nunca las desperdiciaba. Verla un instante le daba alegría para varias semanas, y ya iba necesitando su dosis.

La vio. Ella iba, como siempre, acompañada de una de sus damas, y sonreía con esa sonrisa cordial que no iba dirigida a nadie.

—Os entrenáis —dijo, y esa sola frase sirvió para que los caballeros presentes empezaran a alardearle de sus habilidades. Ella miraba más allá de ellos, buscando, tal vez, a su prometido. Pero Frederick debía estar durmiendo aún a esta hora de la mañana. En la madrugada lo habían tenido que sacar de una taberna del pueblo cercano, borracho como una cuba, y pendenciero como un reo.

Ella había venido a admirar a su prometido mientras se entrenaba, seguramente, pero no iba a ser así, y la vio alejarse con la desilusión pintada en el rostro.

Idiota Frederick, pensó. Siempre sucedía que, aquellos que lo tenían todo, lo menospreciaban.

—¡Padre! —exclamó Sarah al ver a su querido padre bajar de uno de los caballos que atravesaba el rastrillo. Él le sonrió ampliamente al verla, y caminó a ella para abrazarla.

Los caballeros tras ella se sorprendieron al ver el abrazo entre padre e hija, pero saludaron con alegría al lord.

—No sabía que veníais —le dijo Sarah, con las mejillas sonrosadas de la emoción, y Wulfgar las acarició con el dorso de sus dedos.

—¿Me extrañasteis?

—¡Mucho! —exclamó ella abrazándolo de nuevo, y Wulfgar se echó a reír.

—Mi lord, bienvenido a Pembroke —dijo un caballero presentado sus saludos, y Wulfgar asintió.

—Sólo estoy de paso. Me encamino a Londres con unos cuantos de mis hombres, y decidí hacer una parada aquí para saludar a mi hija, y a lord Pembroke.

—Lord Pembroke no se encuentra en el castillo en estos momentos —dijo sir Arthur—. Pero estoy seguro de que lady Lettice se alegrará con vuestra visita—. Wulfgar asintió ante aquella información, y a Sarah le pareció que lucía un poco tenso.

—Sue —dijo Sarah llamando a su doncella—. Por favor, facilítale a mi padre las cosas para que pueda darse un baño —Wulfgar miró a su hija con una sonrisa—. Debéis estar harto del polvo del camino.

—¿No es mi hija la dama más perfecta en todo el reino? —sonrió lord Wulfgar, y los caballeros se apresuraron a dar su asentimiento a aquella pregunta.

—Os invitaríamos a entrenar, pero seguro que estáis cansado del viaje.

—No tanto. Y me viene bien ejercitar un poco el brazo.

—Vuestro brazo no necesita entrenamiento —rebatió Sarah, casi empujándolo al interior del castillo. Los caballeros seguían sorprendidos, nunca habían visto que una dama interactuara tan libremente con su padre—. Lo que necesitáis es un baño, buena comida y descanso.

—Tardaréis por lo menos una hora en conseguirme todo eso, y mientras tanto, puedo aprovecharlo aquí, con estos nobles caballeros —dijo casi al tiempo que se quitaba su capa de viaje y se encaminaba al centro del patio.

Sarah casi resopló. Ya su madre se había quejado antes por esa afición de los hombres por la actividad física, y tenía toda la razón. Su padre adoraba ejercitarse con la espada, el arco, o cualquier otra arma.

Lo vio derrotar a dos hombres sin esfuerzo, el tercero se le resistió un poco, pero minutos después cayó al suelo con la espada de su padre muy cerca de su cuello.

Un verdadero CaballeroWhere stories live. Discover now