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La nieve cubrió totalmente Pembroke. Todo lo que se podía ver más allá era la blancura del manto del invierno, y Sarah se dio cuenta de que el castillo era menos confortable de lo que le había parecido en al principio. Hacía frío en todas partes, y lady Lettice era bastante frugal con la leña para encender las chimeneas.

Frugal no, se dijo. Era avara.

Ya basta de comprender y suavizar las cosas que pasan aquí, eso lo había decidido desde el día que Fred la gritó y la dejó sola en un camino fuera del castillo. Lord Russel era un tirano, lo había visto castigar a sus hombres de maneras crueles, gritar a los criados, tirar la comida porque no era de su agrado... Lady Lettice era dura con sus ayudantes y con sus damas de compañía; a ella la hacía sentir peor que una criada cada vez que la tenía cerca, y había muchos días en que procuraba no tener que encontrarse con ella más de lo obligatorio. Se alegraba cuando la dama anunciaba que estaba indispuesta, y luego se sentía mal por eso, era como alegrarse del mal ajeno, pero es que sólo así descansaba de su mala presencia en las cenas.

Y a lord Fred cada vez lo veía menos guapo. No le gustaba su boca, de donde fácilmente salían insultos y gritos; no le gustaba su cabello, grasoso porque no se bañaba sino el día de San Silvestre; no le gustaba su mirada, que la recorría de arriba abajo de una manera poco agradable. Se había alegrado enormemente el día que algo le cayó mal y estuvo en cama tres días; ella no fue a verlo ni una vez.

Ella no era así, se lamentaba. Ella era una mujer buena, piadosa, que se preocupaba por los males del otro.

Constantemente ayudó a su madre visitando a los aldeanos, llevándoles granos, pan, y a veces, hasta los huesos de algún animal con el que pudieran ellos dar sazón a sus caldos. Con Nellie aprendió a coser heridas, cosa que antes le aterró. Cosía la piel abierta y sangrante como si fuera tela, ayudó a ajustar huesos de brazos y piernas para que pegaran de nuevo, y ayudó a revisar muelas de niños que no estaban tan sanas. Su madre siempre la mantuvo al margen de las personas con enfermedades más graves. Cuando en una aldea cercana arreció la viruela, los hijos de lord Wulfgar no se aventuraron a salir del castillo, pero había sido por razones de supervivencia, nunca porque les diera asco la gente enferma.

Pero aquí se hallaba deseando que todos bebieran agua del pozo y les diera diarrea por una semana para que la dejaran en paz. ¿Qué iba a hacer cuando estuviese casada? ¿Cómo de peores serían entonces sus deseos? ¿Se convertiría en una mujer amargada, mascullando maldiciones para todos?

A pesar del frío, subió las escaleras que llevaban a lo alto de la torre del homenaje, desde donde se podía ver todo el blanco paisaje varias leguas más allá. Se envolvió en una gruesa manta y soportó el frío, y se quedó allí, sola, pensando en nada. Clare se había opuesto a subir aquí, así que tenía un momento de quietud y soledad.

Cerró sus ojos.

—Dios, dame fuerza, —oró—. Sé que no soy la más devota, pero escúchame. No quiero... —Se detuvo. Había estado a punto de desear algo horrible. Había estado a punto de decir que no quería a lord Fred.

Pero Dios escuchaba los pensamientos, decía el padre Prudence, así que, aunque no lo había dicho en voz alta, Dios sabía que eso era lo que en verdad quería.

Se asustó. ¿Cómo se deshace una oración? ¿Cómo se echa atrás una petición? Se mordió los labios y dio la vuelta para volver al interior de la torre. No había sido buena idea venir aquí.

—Os encuentro —dijo una voz, y su corazón se aceleró. Dios la estaba castigando, aquí estaba el objeto de sus oraciones: lord Fred—. Mi hermosa dama, no deberíais estar en un sitio tan peligroso.

—Os... Os habéis recuperado —tartamudeó, y Frederick sonrió avanzando hacia ella.

—Sois una hermosa visión —dijo él, ignorando su pregunta—. Vuestro cabello rojo brilla sobre la blanca nieve. Sois...

Un verdadero CaballeroWhere stories live. Discover now