1 - El dije de Mercedes

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Los habitantes de Rodeo del Medio pensaban que no había mejor lugar en el mundo para vivir, que su pequeño pueblo en las afueras de aquella ciudad del Reino Exterior. Lo tenían todo, pregonaban con orgullo ante sus vecinos. Caminos anchos, días soleados, inviernos breves pero intensos, un actor famoso al que todos conocían, aunque nadie había visto en años y señoras especializadas en el antiguo arte de distribuir información poco fiable. Pobre de aquel descuidado habitante del pueblo que cometiera un error.

Sin embargo, sobre las cualidades pueblerinas que solían destacar a los habitantes de Rodeo del Medio, había una que los enorgullecía aún más que su desarrollada habilidad para transmitir rumores, a estas personas les encantaba contar que eran muy sensatos. Se consideraban audaces y difíciles de engañar, ninguno era capaz de creer en supersticiones, mitos o historias fantásticas. Considerar ciertas posibilidades era señalado como síntoma de falta de juicio.

En cierta ocasión un vecino advirtió a una mujer caminando por la calle, seguida de una cesta de mimbre que avanzaba sin que nadie la sostuviera. ¿Se imaginan? Una cesta repleta de panecillos deslizándose en el aire, con descuidada sutileza. Al hombre le recomendaron hacer reposo y fue visitado por varios doctores durante los días subsecuentes. Marla Freites corrió la misma suerte un par de años después, cuando aseguró que un anciano de la calle central había brincado lo suficientemente alto, como para llegar al techo del club en un solo salto y volver a bajar, después de rescatar a su viejo gato tuerto.

No se creía en boberías en aquel lugar, los habitantes de Rodeo del Medio no estaban para esas cosas, por eso no esperaron lo que en sus inmediaciones comenzaba a suceder, aunque como dignos representantes del Reino Exterior, encontrarían una razonable explicación llena de escepticismo y cargada de cordura.

La historia que voy a contarles comienza cuando un poderoso rayo de luz atravesó la oscuridad nocturna, disfrazado de estrella fugaz. Se trataba del Poder Tercero, pero eso es algo que voy a explicarles más adelante, porque en este momento le quitaría algo de suspenso a las cosas.

La señora Hablamucho suspiró largamente, asomada a la ventana de su cuarto.

―Alberta, querida, ¿por qué suspira con tanto anhelo? ―preguntó el señor Hablamucho sin alzar la vista de su libro.

―Una estrella fugaz atravesó el cielo, esposo mío ―respondió la señora Hablamucho avanzando hacia la cama.

―Alberta, querida... ―suspiró el señor Hablamucho bajando el libro―. ¿No se le habrá cruzado por la cabeza la ingenua idea de pedir un deseo?

―Bueno, no veo qué puede tener de malo.

―Me resulta una práctica absurda e inútil ―sentenció el hombre―. Una pérdida de valiosos segundos de pensamiento, que podría aprovechar para planificar qué hará para desayunar, por ejemplo.

Alberta Hablamucho se recostó en su lado de la cama sin decir otra palabra, meditando su incoherente insensatez.

A algunos kilómetros de allí, una sombra se deslizaba por el bosque que cerraba el límite norte del poblado. Era una sombra porque más no podía ser, un montón de harapos negros y púrpuras, cubriendo un cuerpo corroído, que se sostuvo de uno de los alargados árboles, cuyas ramas se perdían en la oscuridad de la helada noche, atravesada por una misteriosa estrella fugaz.

―Llega tarde señor Bruzas ―susurró la áspera voz que surgía de la capucha, una voz vencida por los años, cuando un silencioso hombre de piel curtida se acercó―. Mañana a medianoche, esa estrella llegará a su destino y las cosas cambiarán.

―Disculpe la demora ―musitó la temblorosa voz del viejo que acababa de llegar―, comprenderá que no es muy fácil hallar este punto del Reino Exterior.

NICOLÁS DRAGGO Y LA LLAVE ÚNICAWhere stories live. Discover now