El frío se apoderó de mí cruelmente mientras miraba la danza violenta bajo la lluvia desenfrenada del árbol frente a mi ventana y los destellos parpadeantes de los relámpagos.

El nublado cielo me revelaba secretos codificados.

Los árboles dejaron de mecerse, el viento dejó de soplar, las estrellas se ocultaron entre la niebla y dejaron de brillar, todo se detuvo al igual que yo, todo se apagó al igual que yo, todo se opacó al igual que yo...

Comencé a sentir un calambre en mis piernas pero en ese momento, nada importaba.
Por primera vez, mis manos estaban cálidas, desaparecía aquella apariencia contraria de mi rostro, cansada y ojerosa que cada vez perdía su color y calidez.
Me levanté del frío y húmedo pavimento para pasar entre los barrotes negros del nuevo portón, un inexplicable y cálido fervor comenzaba a surgir.
Me pesaban las piernas y los escalofríos recorrieron toda mi columna.
Me detuve en frente de la ventana observando las casas lejanas y los postes de luz que se veían como simples puntitos de luces blancas y amarillas que parpadeaban y centelleaban.
Volteé a mirar el espejo colgando de la pared y al verme quise quebrarlo de inmediato.
Me observé de arriba hacia abajo y suspiré con una comprensiva sonrisa.
El paisaje se veía tenebroso pero cautivador, y, entre él, estaba yo, hermosa y ambigua, secretamente maravillosa.
Me dirigí a la cama, me desvestí para que mi piel descansara de aquella tela y me acosté cobijándome con una manta tejida color hueso que tenía ya sus años encima.
Todo estaba bien, todo estaría bien.

AEDION ©Where stories live. Discover now