El chico de oro

546 80 61
                                    

Agoney le da otro trago a su copa. Hace unos minutos que se le ocurrió sentarse en el único centímetro de sofá que no estaba ocupado. Pensó que así alguien podría fijarse en él, porque lo cierto es que está bastante guapo con este disfraz, pero una hora después, nadie se le ha acercado. 

Menos mal que todos sus amigos están en la Orpheum con Alex, porque se habría muerto de vergüenza si se hubiera encontrado a alguien aquí.

Además, empieza a pensar que no va a irse de aquí con ningún chico guapo, así que se dispone a vaciar el vaso de un último trago cuando alguien le aprieta el hombro derecho.

—Hombre, a ti llevaba buscándote toda la noche —Escucha Agoney.

Pero el apretón ha conseguido que se le derrame el buche de tequila y empieza a toser. El rubio, al darse cuenta, se aleja un poco de él y le golpea un par de veces la espalda, con firmeza, pero sin pasarse. El canario se levanta del sofá para conseguir darse algo de espacio y poder toser y vomitar si fuera necesario, lo cual no descarta ahora mismo.

—Jo-der —farfulla la calabaza—. Lo siento, lo siento. ¿Estás bien?

En cuanto recupera el aire, Agoney lo mira y se echa a reír.

—Madre mía, muchacho —le dice aún con la voz ronca por el alcohol que le quema—. ¿Para que me estabas buscando? ¿Para matarme?

—Tío, lo siento mucho. Si es que mira que soy manazas.

Agoney sigue riéndose, pero ahora hace contacto visual con él de cerca. Aún no puede comprobar si su piel está echa de oro, pero de lo que está seguro es de que es guapísimo.

—No te preocupes —dice, negando con la cabeza—. Estamos en paz: tu vaso por mi salud.

—Lo siento de verdad —se disculpa otra vez, aunque ahora está sonriendo—. Iba a por algo de beber, ¿te puedo traer alguna cosa para compensarte?

—No, no; estoy bien.

El rubio espera unos segundos a que Agoney añada algo más a la oración, pero como no lo hace, se da la vuelta para irse camino a la cocina. Ahora sí, Agoney cae en la cuenta de que tiene que ligárselo, así que se apresura a decir algo que lo ayude.

—Eh... Pero... —balbucea. Es increíble que se le dé tan mal esto—. Pero te lo tienes que tomar aquí conmigo. Lo que vayas a beber.

Al chico calabaza, que en esta habitación y más de cerca parece sin duda estar hecho de oro, se le ilumina la cara. Le regala una risilla nerviosa y desaparece del salón. Para lo abarrotada que está la casa entera, la verdad es que vuelve rápido. 

Cuando el rubio se acerca de nuevo al canario, ambos se dan cuenta de que no hay sitio en el sofá para él y Agoney se asombra de lo deprisa que actúa esta vez:

—Vamos a otra parte, ¿no? —dice.

—Si no te importa...

Se levanta y agarra al chaval de la mano que tiene libre de bebidas, decidiendo tomar la voz cantante y tirando de él por la casa. No es que sepa de ninguna habitación secreta aquí ni mucho menos, pero quiere ir al jardín trasero y no está seguro de que el chico de oro haya estado aquí antes.

Cuando Agoney abre la puerta al exterior, una cabeza de maniquí con el pelo revuelto y la cara pintarrajeada cae a la altura de sus ojos. No se estampa contra él porque retrocede dos metros de un salto. Él no grita; el chico de oro, sí.

Un grupo de personas que están bebiendo sentadas sobre la mesa de ping pong se ríe como loco.

—¡La persona que lo cae tiene que volver a poner, Agoney! —dice Brad, señalándolo con una botella.

one night standWhere stories live. Discover now