Llovizna Languido

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Quizá sea mi delirio pero podría asegurar que escucho el palpitar de mi corazón golpear mis tímpanos.
Eduardo espera mi respuesta y aunque se sienta como una eternidad sé que solo pasan algunos segundos antes de entrar en personaje.

—Así es, yo reserve la habitación ¿tuvieron algún problema? – respondo fingiendo confusión.

—Ninguno solo quiero asegurarme que mi prometida esté segura.

Fue un repentino chasquido de dedos que me hizo reaccionar pero a su vez me sofocó, veloz y nada gentil. Así me afectaba recordarlos juntos. No quiero ponerle nombre en este momento a lo que siento, solo sé que me acuna en las entrañas una extraña sensación de molestia

—Hago lo que puedo para que así sea– no me apetecía agregar nada más, es más ni siquiera quería seguir mirándolo, ni respirando el mismo aire.

Clavé mi mirada al ordenador. Mis ojos paseaban por la pantalla aunque realmente no leía nada, me había desconectado y mi mente vagaba por algún rincón de este edificio, uno lejos de Victoria y su prometido.

—Señorita Castellanos– su voz me hizo regresar de nuevo a mi aquí y ahora. Asomaba la mitad del cuerpo por la puerta de la oficina y nos miraba curiosa.
También me percaté que Eduardo seguía frente a mi escritorio mirándome con el ceño un poco fruncido ¿Y ahora qué le picó?

—¿Necesita algo señora?– respondo sin mirar a la estatua de su prometido y centrándome en ella pero el profundo y atractivo bosque no me atendía,miraba con detenimiento a Eduardo que parecía un salero entre nosotras dos.

—¿Hoy mis empleados tienen interrogatorio? Y si es así me encantaría saber el motivo por el cual no fui informada.

Conectaron los ojos y parecía que discutían sin palabras, me sentía confundida como si ellos supieran algo que yo no. Eduardo la miraba con algo de coraje y ella permanecía intacta sin inmutarse de las miradas nocivas que le lanzaba su prometido, se veía firme y si miraba con más atención también bien algo fastidiada.

—Claro que no cariño, ya me iba– su tono de voz parecía sarcástico e igual de sarcástica fue la sonrisa de Victoria. Que extraña pareja –¿te espero en casa esta noche?– su extrema amabilidad me daba un rollo raro pero parecía más relajado que antes así que fingí no estar ahí. Me sentí algo decepcionada al escuchar su pregunta pero no moví ni un músculo no podía demostrar desaprobación pues yo no tenía vela en este entierro.
Pude ver de reojo como asentía cruzada de brazos. Permaneció así en esa misma posición, recargada en el marco de la puerta de su oficina incluso después de que su prometido se fuera en el ascensor, sentí el peso de su mirada pero no tuve el coraje de cruzar la mía con ella. Me pone nerviosa, aunque hago mi mayor esfuerzo en no mostrarlo.

Victoria Beltrán es una de las personas más insistentes que he conocido en mi vida, pero porque no simplemente me decía algo en vez de solo torturarme con sus ojos. Resignada la volteé a ver y todos mis sentidos dieron un pequeño grito interno, estoy segura que no puede imaginarse ni una cuarta parte del desorden que deja en mi interior, al ver que consiguió lo que quería sonrió de lado y sus ojos me presumían un secreto que yo no sabía, que me quemaba por dentro la curiosidad. Estaba fresca con su cabello algo agitado, sonriéndome como si yo fuera tan fuerte para resistir aquella imagen. Mis mejillas se encendieron y por alguna extraña razón me cosquilleó el cuerpo ¿Qué es lo qué pasa conmigo?

—¿Puedo ayudarle?– intenté mantener la compostura pero mis mejillas seguro me delataban y al escuchar mi pregunta su sonrisa se amplió.

—Ven conmigo– dijo dándome un último vistazo para darse la vuelta y entrar de nuevo a su oficina. No pude evitar mirarla de arriba a abajo mientras desaparecía de mi vista. Tenía puesto un pantalón que no tenía al salir de mi casa quizá eso hacía cuando duró más tiempo en el carro y a penas me percaté.

Plácida condena Where stories live. Discover now