Canto XXVII

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  Al Padre, al Hijo, al Espíritu Santo,
comenzó, ¡Gloria!, todo el paraíso,
tanto que me embriagaba el dulce canto.

Lo que yo veía era como una sonrisa
del universo; porque mi ebriedad
entraba por el oído y por la vista.

¡Oh gloria! ¡Oh inefable alegría!
¡Oh vida íntegra de amor y de paz!
¡Oh sin envidia segura riqueza!

Ante mis ojos las cuatro hachas
ardían, y aquella que primero vino
comenzó a ponerse más vivaz,

y tal en su apariencia devino,
que se diría Jove, si él y Marte
fueran aves y trocaran plumas.

La providencia que aquí comparte
carga y oficio, en el beato coro
impuesto había silencio en todas partes,

cuando oí: Si me cambio de color,
no te maravilles, porque, diciéndolo yo,
verás cambiar de color a todos estos.

Aquel que en tierra usurpa el puesto mío,
mi puesto, mi puesto, vacante
en la presencia del Hijo de Dios,

ha hecho de mi cementerio una cloaca
de sangre y pestilencia; de modo que el perverso
que de aquí arriba cayó, allá abajo se deleita.

Del color que por el Sol opuesto
de tarde píntase la nube y de mañana,
vi entonces todo el cielo cubierto.

Y como honesta mujer que de sí segura
se guarda, y ante las faltas ajenas,
de no más oírlas, tímida queda,

así Beatriz cambió semblante;
y tal eclipse creo que hubo en cielo
cuando padeció la suprema potencia.

Luego siguieron sus palabras
con voz tan de sí trastocada,
que ya no mudó más su semblante:

No fue la esposa de Cristo alimentada
con mi sangre, ni de Lino ni de Cleto,
para que en comprar oro fuera usada;

sino para adquirir este vivir alegre,
y Sixto y Pío y Calixto y Urbano
esparcieron su sangre tras mucho llanto.

No fue nuestra intención que a la derecha
de nuestro sucesor parte estuviera
y a la izquierda parte del pueblo cristiano;

ni que las llaves que concedidas me fueron
pasaran a ser emblemas en la bandera
que contra bautizados combatiera;

ni que yo fuera la imagen del sello
de los privilegios veniales y mendaces.
que tanto me irritan y me afrentan.

En ropas de pastor lobos rapaces
se ven de aquí arriba en cada prado:
¡Oh justicia de Dios, porqué aún yaces?

De nuestro sangre Cahórs y Gascuña
se preparan a beber; ¡oh buen principio!
¿a qué vil fin ha de ser que sucumbas?

Mas la alta Providencia que con Escipión
defendió en Roma la gloria del mundo,
auxiliará pronto, como imagino.

Y tú, hijito, que por mortal peso
retornarás abajo todavía, abre la boca,
y no escondas lo que yo no escondo.

Así como de helados vapores llueve
abajo el aire nuestro, cuando el cuerno
de la cabra del cielo con el Sol se toca;

así vi yo hacia arriba el éter adornarse,
y copos volar de vapores triunfantes
que aquí se habían demorado con nosotros.

Mi mirada seguía sus semblantes
y los siguió hasta que el espacio, por lo mucho,
me pidió de traspasar más adelante.

Entonces la dama, que me vio absorto
a la altura atento, me dijo: Abate
el rostro, y advierte cuánto has girado.

De la hora que había antes mirado,
me vi que había recorrido todo el arco
que del medio al fin forma el primer clima:

de modo que yo veía más allá de Cádiz el paso
loco de Ulises, y hacia acá cerca de la orilla
donde se hizo Europa dulce carga.

Y aún más me sería descubierto el sitio
de este globito; pero el Sol me precedía
bajo mis pies un signo y más proseguido.

La mente enamorada, que galanteaba
a mi dama siempre, de retornar
a ella los ojos más que nunca ardía,

y si la natura o el arte fueran pastura
de ganar la vista, por cautivar la mente.
ya en carne humana ya en la pintura,

todas juntas, nada serían
ante el placer divino que en mí fulgía,
cuando volvíme a su rostro riente.

Y la virtud que su mirada me concedió,
del bello nido de Leda me apartó,
y al velocísimo cielo me impulsó.

Cuyas vivísimas partes tan excelsas
y uniformes son, que no puedo decir
qué lugar para mí escogió Beatriz.

Mas quien mi deseo veía,
comenzó, riendo tan alegre,
que Dios en su rostro gozar parecía:

La naturaleza del mundo, que quieta
en medio está y todo el resto en torno mueve,
aquí comienza como en su meta.

Y este cielo no tienen otro donde
que la mente divina, en la que se inflama
el amor que lo impulsa y la virtud que le llueve.

Luz y amor de un círculo que lo comprende
así como él a los otros; y aquel cinto
que lo ciñe sólo él lo entiende,

No es su movimiento de otro distinto;
mas los otros son medidos por este,
como el diez por el medio y el quinto.

Y cómo el tiempo posea en tal tiesto
sus raíces y en los otros las frondas,
nunca te podrá ser manifiesto.

¡Oh ambición que a los hombres afonda
abajo tanto, que ninguno tiene el poder
de sustraer los ojos fuera de tus ondas!

Bien florece en los hombres el querer;
mas la lluvia continua convierte
en podredumbre las ciruelas veras.

Fe e inocencia se encuentran
sólo en los niños; pues ambas huyen
antes que el vello las mejillas cubra.

Tal hay que aún balbuciendo ayuna,
y luego devora, con la lengua suelta,
cualquier vianda bajo cualquier luna.

Y tal, balbuciendo, ama y escucha
a su madre, que, con el habla entera,
luego, desearía verla sepulta.

Así se hace la piel blanca negra
en el rostro primero de la bella hija
del quien la mañana trae y deja la puesta.

Tú, para que no te inventes maravillas,
piensa que la tierra no tiene quien gobierne,
y entonces se desvía toda la familia.

Mas antes que Enero salga del invierno,
por la descuidada centésima del día,
radiarían tanto estos cercos supernos,

que la fortuna, que tanto se espera,
las popas pondrá a donde están las proas,
y las naves marcharán derechas;

y a las flores seguirá el fruto verdadero.  

La Divina Comedia - Paraíso (Completa)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora