»10: Nunca ayudes a un desconocido

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Son muy comunes las leyendas urbanas que nos alertan de ayudar al prójimo y mucho más cuando se trata de alguien desvalido como un niño o un anciano que parece salir de ninguna parte y nos guían a algún lugar oscuro. Aún hasta el día de hoy es habitual escuchar que a una amiga de un amigo la violaron por ayudar a un niño perdido que acabó llevándola a un callejón, o una mujer pidiendo socorro que acabó robando a la persona que la auxiliaba. ¿Es aconsejable ayudar a alguien que necesita nuestra ayuda? Nuestro instinto nos dice que debemos ayudarnos los unos a los otros, pero, a veces, sin saberlo, nos podemos poner en peligro o caer en una trampa...

La Segunda Guerra Mundial había acabado, pero el daño que habían causado los alemanes durante la ocupación y, sobre todo, durante su repliegue tras perder la Batalla de Normandía. Había dejado al pueblo francés en la más absoluta miseria; con muchos de sus cultivos incendiados y casi sin ganadería, comer se había convertido en un privilegio al que solo unos pocos podían aspirar.

En medio de este caos, acceder a un trozo de carne o un pan era casi imposible, y solo en el mercado negro se podía conseguir un alimento fresco que llevarse a la boca. Por supuesto, sus desmesurados precios eran controlados por un grupo de gente sin escrúpulos que eran capaces de ver morir de hambre a sus compatriotas con tal de aumentar su fortuna. No es, por eso, extraño que se pagaran relojes de oro, joyas heredadas generación tras generación u obras de arte por un simple mendrugo de pan.

Monique, la protagonista de esta historia, no era ajena a la situación. Durante la ocupación se había visto obligada a «ofrecer» sus encantos femeninos a los soldados alemanes para poder comer. Por este motivo, entre una multitud de gente casi famélica, por un hambre prolongada durante meses (sino años), Monique destacaba por su lozanía y por tener algún kilito de más, algo totalmente inusual y que la hacía verse más atractiva que la mayoría de las mujeres de su edad. Monique sabía que esa era su mejor arma para seguir consiguiendo comida, pero la situación se había vuelto tan tensa que ya nadie parecía requerir sus «servicios»; preferían comer que su compañía.

Un poco angustiada por el hambre, que por primera vez empezaba a sufrir desde que comenzó el conflicto, recorría el mercado buscando alguien a quien pudiera «convencer» para que le diera una pieza de fruta o un trozo de pan. Algo de carne era impensable, ya que el único puesto que aún la despachaba tenía unos precios prohibitivos y sus distribuidores parecían inmunes a sus encantos.

En una mañana nublada, mientras miraba con la boca hecha agua cómo fileteaban un trozo de carne para un señor que había ofrecido como pago un collar de oro, un viejecito cayó casi a sus pies. La turba de gente que se agolpaba junto al puesto de carne había empujado al anciano, quien había recibido un fuerte golpe en la cadera y parecía no poder levantarse. Tal vez la moral de Monique no fuera la más adecuada, pero sin duda la chica tenía un gran corazón. Se agachó junto al pobre hombre para ayudarlo a levantarse.

El viejecito, con un dolor inmenso, le dijo:

—Muchacha, ¡sácame de aquí antes de que me pisoteen! —Monique guio al hombre hasta unas escaleras que habían cerca, en la entrada de un edificio—. Muchas gracias por tu ayuda jovencita, parece que el hambre le hace olvidar a la gente el respeto por sus mayores —dijo mirando con arrogancia el montón de gente reunida en la carnicería.

— ¡Esto es un verdadero caos! —dijo Monique—. No debería acercarse a ese maldito puesto de carne, las personas se vuelven como animales cuando empiezan las pujas.

—Pero si no me hubiera acercado, no hubiera conseguido esto —dijo el anciano mostrando un paquete envuelto en papel de cocina, atado con un trozo de hilo de arpillera. Olía a carne. El anciano lo abrió un poco y se pudo apreciar que era carne molida, un kilo aproximadamente. Los ojos de Monique se abrieron como platos, no había visto la carne tan cerca en semanas.

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